Kaskale


Capitulo 1:
El advenimiento de la Guerra

Kaskale se encontraba afuera de su casa, en el campo, observando el horizonte. El sol se estaba poniendo, y la oscuridad se cerniría sobre la ciudad, pronto. Él era joven, de apenas diecisiete años de edad. Tenía una mandíbula marcada, de ojos verdes, pelo corto castaño. Una persona atractiva en su ciudad. Era hijo de Upadré, uno de los ocho señores de las Grandes Casas del reino. Llevaba su espada siempre consigo, en su cinturón. Da igual a donde fuera, siempre la llevaba con él desde que obtuvo la mayoría de edad, y fue digno de portar la espada. Solo cuando dormía se la quitaba, y la dejaba a un lado de la cama.

            Se encontraba pensando algunas cosas del mundo. Sobre el norte, más allá de las Montañas Grises, en la pequeña ciudad remanente de los Dimiw. Aquel reino vecino que ha sido subyugado por el suyo, el Imperio Ytihyw. Le debían rendir tributo, de lo contrario serían castigados…, llevaban ya cinco años sin ofrecer tributo alguno.

            Se avecinaba una guerra. Él, su padre, los señores de las Grandes Casas lo sabían. Estaban preparando a sus hombres.

            Kaskale estaba bastante dolorido por ello. Odiaba la guerra en cierto modo. Pero no la odiaba por su naturaleza, la odiaba cuando era injusta. Como a todo buen hombre de buena voluntad le encantaba participar en una guerra justa. Pero de la última de esas ocurrió hace ya muchas lunas; mucho antes de que él naciera. Su abuelo, Utiadán, la había librado contra el reino de los Auwdins. Resultaron vencedores, y sus tierras ahora eran suyas. Ahí habían fundado unos cuantos pueblos, y la ciudad de Chutradán.

            Sin embargo, Dimiw, aquel pequeño reino del norte, en las Praderas Insolubles, estaba bajo la voluntad de Ytihyw hace ya mucho tiempo. Le debían ofrecer siempre diez kilos de oro al año, y diez toneladas de trigo.

            Era poco, sí, sin duda que lo era, pero era lo que podían ofrecer los dimiweños. Su reino constaba apenas por dos mil habitantes. Kaskale se preguntaba varias veces como es que se podían llamar reino…, pero no lo hacían. Simplemente era Dimiw, las tierras de Dimiw. No era un reino ni de lejos. Pero su padre lo veía como tal.

            Ytihyw era el reino más grande. Abarcaba la mitad del mundo, o al menos de lo que consideraban mundo. Desde las tierras de Anadwin, hasta el lejano Río Doujrsa se extendía todo aquel basto reino. La capital, Iankdaq, era conocida no solo por ser la más poblada, sino también por ser la más prospera. Poseía abundantes tierras fértiles, y tenía un mercado gigante de pescadería, pues se situaban cerca del Mar Linguen. La ciudad era la más gloriosa, pues poseía edificios de la mayor riqueza: hechos de marfil blanco, con extractos de las rocas del Sumo Valkran. Casas de más de cinco pisos eran normales de ver en la parte más rica de Iankdaq, cerca del castillo-fortaleza.

Podrían pensar que el castillo era el lugar donde habitaría un rey, pero no, la jerarquía gubernamental de Ytihyw se basaba en las ocho Grandes Casas. Cada una poseía voz y voto, y votaban o hacían concilios para ver que es lo que debía de operarse en el reino. Pero siempre, siempre, debían acudir a uno de los hombres más pobres y humildes del reino, a pedir su consejo. Normalmente eran campesinos, granjeros, o pescadores. Siempre se elegía a uno para escuchar su sabiduría, pues desde antaño se creía que los humildes son más sabios que los poderosos. Las ocho Grandes Casas debían someter su voluntad a lo que opinare el hombre, siempre y cuando no existiera una evidente disputa. El hombre humilde no podría considerar que era justo ejecutar a un hombre acusado por violación, no, eso siempre quedaba eso en las manos de los patriarcas.

Kaskale seguía pensativo, ¿qué hacer? No puede detener a su padre, ni tampoco poner objeción ante las otras grandes casas, apenas era un niño. Dentro de una semana se reunirían en el castillo, y se decidirá que hacer. Pero, sin duda alguna, se emprenderá la guerra. Eso no era para nada justo: ¿Más de diez mil hombres contra apenas dos mil campesinos? Eso no era para nada equitativo. Si cada ejército de una gran casa era del tamaño de todo Dimiw. Y seguro que el ejercito enemigo no eran más que diez campesinos mal armados.

—¡Kaskale! —gritó Omuev, amigo de Kaskale. Era un hombre de casi su misma estatura, pero un poco más alto. De pelo marrón y largo, con una mirada tan firme como la de un jefe militar.

—Omuev, ¿qué tal te va?

—Mejor que a ti supongo. Tienes cara de haber visto a un friad mal cocido.

—Tampoco exageres. Ver un friad mal cocinado haría que todo mi cuerpo se erizara y tuviera el rostro trastornado durante una semana.

Omuev rio.

—Aun así, tienes un mal aspecto. ¿Qué pasa?

—Es mi padre.

—¿Qué ha ocurrido con Upadré? —preguntó frunciendo las cejas.

—No creo que sea justo la guerra con Dimiw.

—Ah, eso. Kaskale, aún no ha empezado la guerra, y tu ya andas más preocupado que una dama corriendo tras ser perseguida por una manada de lobos. ¿Quieres calmarte un poco? Aún tienen que hacer el concilio. Tal vez y las demás grandes casas consideren no hacer la guerra.

Kaskale bufó.

—Sabes como son los señores de las grandes casas. Esos vejestorios no les importa la vida de los dimiweños, ellos solo quieren recibir su tributo.

—Agh, en eso tienes razón. Pero aún queda el voto del humilde, ¿verdad?

—Sí.

—Aun hay esperanza, amigo mío. No desesperes tan pronto. Faltan siete lunas aún.

—Pronto serán solo seis.

Omuev miró al horizonte: el sol se estaba poniendo.

—Ah, cierto, para eso venía.

—¿Eh? —preguntó Kaskale volteándole a ver.

—Ya va ser de noche, Kaskale. Tenemos que ir a celebrar algo.

—¿Por qué?…, no me digas que es por la noche de las damiselas, que no pien…

—Sí vas a venir —interrumpió Omuev—. La noche de las damiselas ocurre una vez cada tres meses, y no acudiste a la última.

—No, no voy a ir. No me gusta ver mujeres con largos vestidos bailar en la plaza con una gran banda musical tocando trompetas.

—Saxofones, Kask, son saxofones.

—Puedes inventarte cuantos instrumentos quieras, pero no voy a ir.

Omuev movió la cabeza con una sonrisa.

—No ha sido pregunta, Kask. —Inmediatamente lo agarró del brazo derecho y se lo llevó a rastras hacia el pueblo, que se situaba a la derecha desde donde estaba Kaskale. Su casa, una gran estructura de las más bellas con picos en curva y hecha con ladrillos rojos, se encontraba en una pequeña colina de Iankdaq, y un camino hecho de losas de piedra negra lo llevaba hasta la ciudad. El camino era curvo, y en algunas partes zigzagueaba debido a la pendiente.

—Omuev, ¡suéltame! —ordenó Kaskale. Era menor en fuerza a su amigo, así que por naturaleza no podría zafarse.

—Serás el hijo de Upadré, pero no tienes autoridad sobre mí, Kask.

Tuvo que atravesar el largo camino que conducía al pueblo. Cinco miduens tardaron en hacerlo —un miduen es el equivalente a tes minutos—.

El camino de losa negra culminaba y daba paso a un gran estrecho de piedra roja. Era una avenida. Mucha gente circundaba por ahí, vistiendo ropa ajustada las mujeres, con largas túnicas de color rojo, azul celeste y verde esmeralda; y los varones portaban ropas más holgadas, de color marrón y verde turquesa. En general se veían bastante parecidos. Las casas eran de doble piso. Hechas a partir de piedra cortada en cubos, y apilada sobre cemento. Varias ventanas se esculpían en las segundas plantas, y solo una en la primera. Algunas casas poseían alcobas infestadas de plantas, otras poseían camastros, y unas cuantas más tenían un lindo piano en ellas.

Pocos puestos se veían en la ciudad, y los que había no eran más que de venta de alimentos. Normalmente se encontraban en las esquinas de cada calle, pero en algunos casos se encontraban en la mitad de la calle, como si fueran campamentos improvisados.

 No faltaban más que unos cuantos miduens para que se hiciera de noche.

La gente ya se aglomeraba en las plazas de la ciudad: grandes espacios con suelo de piedra que se extendían varias casas. Algunos poseían algunos cuantos árboles para decorarlos, otros sencillamente estaban vacíos a excepción de las estatuas. Oh, las estatuas, grandes construcciones de cinco marens de alto —un maren es el equivalente a dos metros y medio—, y eran de antiguos hombres importantes: señores sobresalientes de las Grandes Casas.

La plaza donde llevó Omuev a Kaskale tenía unos cuantos árboles en las esquinas, y en el centro había una gran estatúa de Upadré.

—¿Tenías que traerme a esta plaza? —preguntó molesto Kaskale al ver la estatua de su padre.

Omuev lo soltó del brazo. Estaban a solo momentos de iniciar la noche.

—Sí, pero eso no importa. La estatua no se verá durante la celebración. Mientras tanto, vamos a sentarnos y ver el espectáculo.

Omuev fue hacia un par de sillas que se encontraban en la plaza, eran de madera. Estas se encontraban en la parte más alejada del centro de la misma plaza, pues Omuev, aunque quisiera llevar ahí a Kaskale, no se podría permitir mantenerse a la vista de la plebe. Después de todo, Kaskale seguía siendo el hijo de Upadré. Verlo ahí provocaría que toda la atención se moviera a él.

Kaskale lo siguió a regañadientes, y se sentó a su lado siniestro.

—Y se hizo de noche. Ya se viene la emoción. ¿Lo sientes, verdad?

—No, no siento emoción.

—Vamos, amigo, que esto es un evento que ocurre pocas veces al mayer —un mayer es el equivalente a un año.

—Literalmente ocurre cuatro veces cada mayer. No pienses que voy a considerar esto algo emocionante.

—Espero que cambies de opinión…

Entonces varios golpes y truenos sonaron. ¡La fiesta había comenzado! Los sonidos de los saxofones no se hicieron tardar. Para Kaskale eran iguales a los de una trompeta, solo que más refinados. Y, del centro del tomulto de gente, varias señoritas salieron en bellas formaciones. La primera fue en forma estrella, donde cada una de las mujeres iba perfectamente sincronizada con la otra. Vaya, no eran más que bailes, pero muy bien hechos. El consecuente fue uno en formación de V. La cabeza de las mujeres iba directa hacia el lugar de Omuev y Kaskale.

—Ay no… —murmuró Kaskale, que veía acercarse a las mujeres, quienes se abrían paso entre la multitud.

—No vas a poder huir de esta —dijo Omuev, sujetado por un brazo a su amigo, mientras miraba a las mujeres acercarse. La primera, la que iba a la cabeza, era una dulce mujer morena, de ojos marrones y pelo castaño. Era sumamente bella. Se acercaba dando largas zancadas mientras sus compañeras hacían lo mismo. Una danza espectacular.

La chica, la morena, vio que era el mismo hijo de Upadré quien estaba sentado en la silla a solo unos veinte pasos. Sonrió al verlo. Él se ruborizo. Diablos, su sonrisa era bella.

Volteó el rostro a un lado, para no ver a la hermosa dama.

—Kask, creo que te miró a ti —dijo Omuev mientras sonreía, lleno de felicidad. Cada noche de damiselas le hacia sonreír de manera maniática. Para él era como recordar un buen momento de su vida, y repetir la celebración le hacían recordar esos momentos donde era feliz. 

—Kov, por favor no.

—Oh, por Kov sí. Si yo fuera tú, me sentiría re alagado que una de las damiselas te haya sonreído.

—Lo hizo porque soy el hijo de Upadré, no por nada más.

—Nah, te sonrió porque eres guapo. Eres todo un casanova.

—Ay por Kov, que vergüenza…, ¿nos podemos ir?

—No, te vas a quedar aquí hasta que termine la celebración.

—Entonces moriré aquí, en esta silla, ahogado en mi vergüenza.

—Eres un exagerado —sacudió la cabeza.

—¡Por Kov! Si es el mismo Kaskale, hijo de Upadré —dijo una voz al lado izquierdo de Kaskale.

—Ay, por favor no… —murmuró Kaskale.

—¡Kaskale! —dijo una vez más la voz. Era un hombre adulto, de unos veinticinco años de edad. De pelo marrón corto, de gran barba y enormes cejas. Uno de los tantos soldados al servició de Upadré—. Mi señor, que gusto tenerlo aquí, en la celebración de la noche de las damiselas. Hace muchas lunas que no lo veo.

Omuev rio.

—Sí, hace mucho que no viene a una. Eres Pormuev, ¿verdad?

—Sí, señor. ¿Usted es pariente del señor Kaskale?

—No, soy su amigo —respondió con una sonrisa—. Omuev, un gusto.

—El placer es mío, Omuev —volvió hacia Kaskale—. Mi señor, ¿qué le traído hasta aquí?

Kaskale señalo con su dedo índice derecho a Omuev.

—Él me trajo.

—Gracias a Kov. Sabe una cosa, al pueblo viene bien verlo a usted aquí, entre nosotros, en una de las tantas celebraciones que podemos tener. Nos honra tenerlo aquí.

—Egh, sí. A mí también me honra tener a gente como tú aquí.

Pormuev se quedo paralizado ante eso. Una media-sonrisa salió de su boca. No respondió.

—¿Qué?, ¿dije algo malo?

—No, señor. Es que nunca antes algún noble me había hecho tremendo halago… —respondió lentamente Pormuev, incrédulo—. ¡Por Kov! —estalló repentinamente— ¡Podre decirle a todos los demás que el mismísimo Kaskale me ha dicho que es un honor tenerme aquí con él!

Kaskale le miró con los ojos abiertos. Omuev abrió la boca.

—Le has hecho la vida a alguien hoy —murmuró Omuev al oído de su amigo.

—¡Gracias, mi señor! —dijo Pormuev—. Si ocupa algo, estoy a su completo servicio.

Después de esas palabras, se alejó un poco, para darle mayor privacidad al hijo de Upadré.

—No esperaba que reaccionara así… —admitió Kaskale.

—¿Y como esperabas que reaccionara? Eres el hijo de Upadré, la segunda mayor casa de las ocho. Elogiarlo para él ha de ser como un honor.

—¿Y entonces para ti es un honor ser mi amigo?

Omuev rio.

—No, eso no aplica conmigo. Te conozco desde que éramos niños. Si es que somos casi hermanos.

—Casi hermanos…, agh, si te conocieran a ti de ese modo, serias una celebridad por aquí.

—Y por todo el reino. Pero gracias a Kov no me conocen así. Algunos ni saben que existo.

—¿No quieres ser famoso?

—No, me gusta mi vida tal como es. Además, no quisiera que la fama que obtuviera fuera porque no soy más que el amigo del hijo de uno de los señores de las grandes casas.

—Creo que tienes un punto.

—¿Y como te la estas pasando? —preguntó Omuev, cambiando de tema.

—Pues…, de la mierda.

La noche prosiguió su rumbo. Kaskale estuvo un buen rato incomodo en su silla, observando a las bellas damas bailar y demostrar sus increíbles formaciones. Omuev hablaba con él sobre tantos temas, que sería difícil ponerlos todos en un papel. Aunque el más relevante, y para desgracia de Kaskale, era hablar sobre Kov. Omuev era muy fervoroso de Kov, la deidad de todo el mundo, y le encantaba ponerse a explicar cuales eran las razones de su existencia. ¿Por qué? Eso exactamente lo que él dice. Porque es un filósofo.

            Mientras Omuev le contaba las doce razones de la existencia de Kov, y porque la existencia de la muerte es prueba de su existencia, la misma chica morena volvió a estar en la cabeza de otra formación en forma de flecha, y le sonrió una vez más a Kaskale. Él, de manera inconsciente, le devolvió la sonrisa; y eso, de alguna forma, le hizo relajarse. De un momento al otro dejó de estar sumamente incomodo, a solo estar un poco molesto por la decisión de Omuev de traerlo arrastrando. Y ahora, por azares que solo el mismo Kov entiende, estaba él hablando con Omuev sobre el mismo Kov. La chispa de la fe se encendió sobre él, y se pusieron a conversar del tema durante más de una hora.

            Kaskale se sentía vivo una vez más. Omuev tuvo razón: la noche le hizo sentirse mejor. Se sintió emocionado. Tal vez la guerra no ocurriría. Sí, con el voto del humilde no lo haría.


Capítulo 2:
Cacería

Eran las seis de la mañana. El alba resplandecía como una aguja en el horizonte, dorada como el oro. Kaskale se encontraba en el balcón de su habitación: era un sencillo cuadrado al exterior, de unos cinco metros de diámetro, con una barandilla de oro sobre una pequeña pared de piedra de unos setenta centímetros. El joven heredero posaba sus manos sobre la barandilla, acariciándola mientras observaba el amanecer.

            En el pueblo ya se escuchaba a la plebe caminar, levantar sus negocios y armar platicas. La noche de las damiselas culminó hace unos cuantos marhors (horas), y Kaskale estaba hecho un despojo. Vestía su típica túnica negra que el cubría los hombros y los brazos, y que le llegaba hasta la cintura, donde se la ajustaba bajo los pantalones de lino marrones. No poseía ningún cinturón, pues él no lo ocupaba.

            Dentro de solo un marhors comenzaría su jornada laboral, aunque a medias. El hijo de Upadré realmente no poseía un trabajo, ni tampoco algo que se pudiera considerar como tal: lo que hacía era saludar a la gente, leer algunos cuantos documentos, practicar para algún día ser un líder, y ya. Así que ese marhors lo usaría para descansar…, o tal vez no.

            Vio a su amigo, Omuev, acercarse a su casa por el mismo camino donde le había arrastrado ayer. Omuev sonreía como si hubiera visto a Kov. Los soldados de la entrada de la casa, dos lanceros altos que portaban capas rojas y yelmos que les cubrían toda la cara, a excepción de los ojos, y una armadura de metal ligera con algunos símbolos antiguos, le recibieron. Apartaron sus lanzas y dejaron entrar al hogar al chico. Una vez en la puerta de la casa, donde escapó de la vista de Kaskale, una sirvienta le recibió amablemente. Omuev dejó su abrigó con la sirvienta y luego fue a la alcoba de su amigo. Entró sin tocar.

            ―Buenos días príncipe ―anunció Omuev.

            Kaskale giró la cabeza para verle.

            ―Menos mal que eres mi amigo, que sino ya te hubiera mandado al calabozo por entrar a mi habitación sin permiso.

            Ambos rieron.

            ―¿Estás listo? ―preguntó Omuev.

            ―¿Listo para qué?

            ―Para ir de caza.

            ―¿Ir de caza?, ¿tan temprano? El sol aún ni ha salido en su totalidad, ¿y ya quieres ir de caza?

            ―Sí, así podremos aprovechar más el día y causar algunos cuantos problemas a los vandres ―venados sin cuernos y de mayor tamaño, vaya―, y de pasó podremos practicar tu puntería.

            ―Tengo responsabilidades, ¿si sabías?

            ―No, no sabía que practicar sermones y practicar ser el rey del mundo era una responsabilidad.

            ―Pues lo es. Mi padre es muy estricto respecto al tema.

            ―Tú padre no sabe criarte, Kask. Si te diera más libertad, y la oportunidad de líder a hombres, serías más que un perfecto entrenamiento antes que ponerte a leer papel y ensayar discursos.

            ―¿Liderar hombres? Si me cuesta mantenerte a ti a raya, con los demás me será imposible hacer que me traigan una manzana.

            ―Porque yo soy tu amigo, ¿recuerdas? Casi como un hermano. Pero tu has visto a los hombres. Ayer en la noche tu viste a ese…, ¿cómo se llamaba? Eh…, Promuev, alabarte como si fueras una deidad. Ahora ha de tener una historia que ha de poner con los ojos abiertos a sus amigos cuando escuchen que el mismo gran señor Kaskale, de la casa Uladren, le ha dicho que es un honor tenerle.

            ―Ese es un caso especial.

            ―No, Kask, no es un caso especial: muchos de los soldados reaccionarían así si te tuvieran enfrente y les hablaras.

            ―No me quiero volver una deidad.

            ―No tienes por, pero la gente te tiene en alta estima. Aprende a usar eso para liderarlos. Solo he conocido a un hombre que sepa hacer eso con suma delicadeza, y es tú propio padre. Que por cierto, ¿dónde está?

            ―Durmiendo con mi madre, ¿tal vez? ―gruñó sarcásticamente.

            ―¡Lo ves! El hijo de Upadré se levanta más temprano que él mismo. Tienes madera para ser buen líder, Kask.

            ―Por amor a Kov, ¡no! No tengo esa madera.

            ―La tendrás. Sea como sea, el día se nos escapa, tenemos que ir de cacería.

            ―¿En serio vamos a ir?

            ―Sí, y no podrás escaparte de esta.

            ―¿Y que le diré a mi padre cuando se enteré? Va a querer ahorcarme.

            ―No lo hará. Ya le avisé a la sirvienta de lo que haremos, y ella va avisar a tu padre. Además, me dijo que no había problemas.

            El rostro de Kaskale se horrorizó.

            ―Ay no…, entonces tengo que ir de cacería…

            ―Sí, y nos vamos a ir, ahora. Ya estas cambiado, solo te falta el arco y el caballo.

            ―¿Qué?, ¿irme así vestido? Esto se supone que es mi ropa real.

            ―Y te queda bien para ir a cazar. Venga hombre, es ropa, no es tu propio hijo.

            Omuev fue y le agarró del brazo, y lo llevó fuera de la habitación. Kaskale hizo varios gemidos y ordenes que le soltara, pero su amigo no le hizo el menor caso.

            Bajaron una escalera en caracol, la misma que conducía la habitación de Kaskale con la sala principal. Esta misma era espaciosa, con una gran variedad de cuadros en las paredes blancas. Había alfombra debajo de la escalera, ahí donde se reunía otra pequeña extensión de la sala con una chimenea de piedra, varios sillones dorados y de telas finas; la sala comunicaba con otras habitaciones que eran separadas por puertas de roble, todas cerradas para ese momento. La habitación de Upadré se situaba más allá de la sala, al fondo, justo a la derecha de la escalera. Una puerta doble de roble se encontraba ahí, que daba a otra sala todavía más grande con una larga mesa de treinta sillas: un comedor glorificado. Y aún más allá de eso, estaba la habitación del gran señor de Uladren.

            Una vez salieron los dos por la puerta principal, la sirvienta le dio la despedida a su amo con una reverencia.

            ―Todo estará bien, mi señor. Le avisare a su padre sobre su cacería. ¡Que tenga buen viaje!

            Kaskale, aún siendo jalado por su compañero, se despidió de la forma más cortes que pudo con la mujer, para luego desaparecer tras la puerta. Una vez fuera, los dos lanceros estaban esperando de espaldas a la puerta. Escucharon el alboroto de sus espaldas y se volvieron, para encontrar a su señor siendo arrastrado por Omuev.

            ―Mi señor, ¿ocupa algo? ―preguntó uno de ellos, el que se encontraba la derecha. No estaba preocupado de que literalmente estuvieran sacando a la fuerza a su señor de su propia casa.

            ―Sí ―respondió Omuev―. Un caballo para él y para mí, y un par de arcos con un carcaj lleno de flechas, por favor.

            Los lanceros asintieron respetuosamente, luego uno de ellos fue al establo, mientras el otro iba a buscar el arco y las flechas.

            ―¡Me haces quedar en ridículo! ―gruñó Kaskale.

            ―¿Por?

            ―Esos dos de ahí, los lanceros, son amigos de mi padre. Me haces quedar como un maldito malcriado o algo así.

            ―Bueno, si lo eres, lo eres.

            Kaskale se ruborizó.

            ―Suéltame.

            Omuev le soltó el brazo tras esa orden de manera bastante casual, vaya, como si soltara una escoba.

              ―Son tus hombres, Kask, no creen que estas haciendo el ridículo. Además, ellos dos están para servirte, si se rieran, tal vez perderían su trabajo, ¿o no?

            ―Sí, tal vez lo perderían y tendrían que enfrentarse al calabozo…

            ―¿Lo ves? ―interrumpió Omuev.

            ―¡Pero me haces quedar mal delante de ellos! Uno es Marguin, maestro de lanzas de la ciudad. Es el hombre más letal que conozco. Y luego está el otro, Iandel, el segundo mejor amigo de mi padre. ¿Sabes que él es capaz de matar a un maldito owars con solo un palo y una piedra?  ―un owar es una criatura gigante, de tres metros de altura a dos patas, de pelo gris y con una mandíbula semejante a la de un lobo, aunque era igual de gordo que un oso.

            ―Parecen hombres imponentes.

            ―¡Lo son! Y les acabas de dar órdenes, tú, un desconocido.

            ―No soy un desconocido. Me han de llevar años viéndome jugar contigo y sacarte a rastras de aquí. ¿No crees que me vieron hacer lo mismo antes de que anocheciera?

            ―Oh por Kov…, es cierto. Mi reputación esta arruinada ―hizo una mueca de horror.

            ―Dramático. Mira, ya vienen con los caballos ―señaló a su izquierda, de donde venía Iandel, llevando con ramales a los caballos: dos hermosos corceles, uno blanco con gris, y el otro marrón. Ambos de la misma altura y complexión.

            ―Mi señor ―dijo Iandel mientras hacia una reverencia con la cabeza―. He traído los caballos, tal como me lo ha pedido el señor Omuev.

            ―Gracias, Iandel ―respondió Kaskale, quien agarró los ramales.

            ―Para servirle, señor. Supongo que no ha de tardar mucho Marguin.

            Y justo del otro lado venía Marguin, llevando en su hombro dos carcajes hasta reventar de flechas, y en los brazos dos arcos de madera blanca tallada. En los extremos de los arcos se encontraban dos cabezas de owars, y el resto de la estructura tenía líneas talladas, formando bellos surcos.

            ―Mi señor, los dos arcos y carcajes tal como pidió el honorable señor Omuev.

            Omuev agarró los arcos, luego puso uno de los carcaj en su espalda, y le paso el otro a su amigo. Kaskale lo agarró y se lo llevó a la espalda.

            ―¿Queréis que alguno de los dos os acompañemos en vuestra cacería? ―preguntó Marguin, el mayor de los dos, de unos cuarenta años de edad.  

            ―Creo que estaremos bien ―respondió Omuev―. De todas formas, estaría bien que mandéis algún grupo de exploradores por si no regresamos pronto.

            ―Considero que es más seguro que alguno nosotros, o alguno más de los soldados, os acompañe en la cacería, mis señores ―repuso Iandel.

            ―Sí, creo que sería buena idea ―dijo Kaskale.

            ―Como ordenéis, mi señor. ¿Quién quiere que sea vuestra compañía?

            ―¿Hay algún otro soldado aquí, un lancero o escudero? ―preguntó Omuev.

            Kaskale se ruborizó. ¿Era una ofensa lo que acaba de decir? No, pero muchos hombres arrogantes y de poder la considerarían que sí.

            ―Por supuesto, señor Omuev. Una veintena de hombres se sitúan cerca de la casa. Ahora solo estamos Marguin y yo custodiándola, pero varios hombres están cerca. Si queréis puedo ir a llamar a uno.

            ―Sí, esta bien.

            ―¿Alguno de su preferencia, señor? ―preguntaron a Kaskale.

            ―No, pueden traer a cualquiera que ustedes consideren adecuado.

            ―Entendido.

            Después de eso, Iandel salió del recinto a trote, y se dirigió hacia la derecha, hacia el campo. No había más que un camino de tierra. ¿Iba a esa casa pequeña? Sí, se dirigía a una pequeña choza de madera oscura, de por lo menos cuatro habitaciones, de un solo piso. Estaba lejos, como un miduen y medio minutos caminando.

            Marguin se quedó ahí junto a ellos, esperando la llegada de su compañero.

            ―Marguin, ¿no? ―preguntó Omuev.

            Marguin asintió.

            ―¿Me permites hacerte unas cuantas preguntas?

            ―Diga, señor.

            ―¿Hace cuanto que estas de guardia del señor Upadré?

            ―Unos veinticinco años, desde que él se convirtió en gran señor tras el fallecimiento de Utiadán. He visto al señor Kaskale nacer y crecer.  

            ―¿Crees que los soldados le respetan?

            Kaskale se ruborizó aún más con esa pregunta.

            ―Claro, todos le respetan. ¿Por qué la pregunta?

            ―Porque mi amigo tiene serios problemas de con…

            ―Por nada, Marguin ―intervino Kaskale.

            ―No creo que deba de temer, señor. Entre los soldados le respetamos tanto como a su padre.

            ―Gracias por responder, Marguin. Eso es todo ―finalizó Omuev.

            Marguin asintió y volvió a mirar al horizonte, ahí donde estaba su compañero.  Durante el siguiente miduen, Kaskale se quedó pensando en que haría para corregir a su amigo. Tal vez ahora Marguin le miraría con desprecio, o quizás le hablaría de esto a su padre y solo se ganaría más su desprecio, o se avergonzaría de él. Tantas cosas que pueden pasar, y todo por culpa de Omue… espera, ya está llegando Iandel. Estaba acompañado por otro hombre, uno que no portaba yelmo e iba solo armado con una pequeña espada a su cintura; su única protección era un peto de cuero. 

            Al cabo de poco tiempo, llegaron con Kaskale.

            ―Mi señor, hemos traído a vuestro acompañante, se llama Pardmav, hijo de Kasdmuev.

            ―Un honor acompañarle en vuestra cacería, mi señor ―dijo Pardmav, quien se inclinó profundamente ante Kaskale.

            ―¿Consideras que es formidable? ―preguntó Omuev.

            ―Sí, es el mejor escudero que tenemos en servicio, mi señor ―respondió Iandel.

            ―Perfecto. Pardmav, puedes ir por una montura, trae todo lo que consideres necesario. Yo me adelantare con Kaskale. Te veremos afuera de la ciudad, por los caminos de sabdrón.

            ―Entendido, mi señor ―afirmó Pardmav.

            Tanto Marguin como Iandel se despidieron con una reverencia de los dos amigos, quienes se subieron a sus caballos y echaron andar hacia el pueblo, para luego tornar a la derecha, por el camino de sabdrón; irían a las colinas cercanas, a la pradera que se encontraba a unos quince miduens en llegar.

            Durante la cabalgata por el pueblo, muchos ciudadanos hicieron reverencia tras ver al señor Kaskale. Algunos guardaban silencio en su presencia mientras inclinaban sus cabezas, otros tantos, como soldados y gente más acercada a la gran casa, le hacían reverencia y le saludaban.

            ―Buenos días, honorable Kaskale.

            —Oh buen día, gran señor Kaskale.

            —Qué tenga buen día, amable señor Kaskale.

            Y así sucesivamente. Kask, como era de esperar, les devolvía el saludo, lo que emocionaba a la gente.

            Llegaron cerca de la muralla de Iankdaq: una fuerte estructura de unos diez metros de alto, tan gruesa como dos árboles, de color gris piedra, y con algunas cuantas torres sencillas en la cima, igualmente de piedra, por donde se asomaban algunos exploradores. En la cima de la muralla siempre había unos quince a veinte arqueros, todos ellos detrás de las formaciones cuadradas de la muralla que les servían de protección en caso de asalto. Esto le parecía ridículo a Kaskale. En más de veinte años de paz, sin un enemigo que les pueda hacer frente, ¿y tienen guardia sobre las murallas? Dimiw no es una amenaza ni desde lejos para poder hacer contra el poder de Ytithyw, y Auwdins había sido destruida hace ya tiempo. ¿Para qué mantener esos hombres ahí? ¿Para presumir a los bandidos que serían aflechados si ponían su rostro cerca de las murallas? Era ridículo. Los bandidos se contaban con los dedos de la mano, y si alguno entraba, por lo general se le ejecutaba. Así que era estúpido, no tenía sentido la presencia de los arqueros, ¿o sí?

            Al llegar a las puertas de las murallas, que se encontraba abiertas, una docena de guardias los recibieron; al saber que era el mismo señor Kaskale, no pusieron trabas y les dejaron pasar.

            Una vez fuera, a unos cien marens de distancia, los dos detuvieron a sus caballos. Tenían que esperar a Pardmav. 

            —Sabes, quería que trajeran al más incompetente de todos —declaró Omuev—. Pero tuviste que abrir la boca y permitir que trajeran al que, seguramente, es uno de los mejores luchadores de todo Zabdan —Zabdan es el mundo tal y como lo conocían ellos.

            —¿Para qué querías un hombre incompetente?

            —Para demostrarte que incluso el más atontado de todos te es fiel, y te seguirían.

            —Ay, por favor, Omuev, sabes que estos hombres solo me respetan por la autoridad que tiene mi padre sobre ellos, no por nada más.

            —No lo creo. Ese Marguin se veía bastante respetuoso contigo.

            —Es como un tío para mí, por eso es así.

            —El otro también fue bastante respetuoso. Yo digo que eso dice más que mil palabras.

            —Sht, ya cállate, que ahí viene Pardmav —susurró Kaskale, quien señaló con los ojos hacia el muro, del cual salía un caballo con armadura de cuero, y sobre él, un hombre de aspecto fuerte: hombros anchos, mandíbula marcada, ojos cafés claros, pelo negro corto, y de barba recortada. Pardmav era un hombre de temer.

            Cuando el guardaespaldas llegó con ellos, Omuev le saludó a la par de Kaskale. Espolearon a los caballos y se dirigieron al este, a la zona de cacería. Estaba casi mil marens de distancia.

            Durante el trote casi no hablaron. Pardmav se situaba detrás de los dos señores. Omuev del lado izquierdo de Kaskale.

            Un pequeño pueblo, uno diminuto de apenas treinta casas, se encontraba a su izquierda cuando estaban a medio camino. Era un pueblo lindo, un lugar donde Kaskale le gustaría vivir. Sonrió melancólico al ver las casas. Omuev se dio cuenta de esto, y se detuvo.

            —¿Qué pasa?, ¿quieres ir al pueblo?

            —¿Qué? No, no. Solo estaba imaginando algunas cuantas cosas.

            —¿Tener relaciones con alguna campesina?

            —¡No! Maldito cerdo. Esas cosas no.

            —Ah, cierto, que la chica de ayer es la que tienes en la mira, ¿verdad?

            Kaskale le miró con seriedad.

            —Solo era una broma, Kask —rio Omuev.

            Pardmav, quien estaba detrás, preguntó.

            —Disculpe, señor, si quiere entrar al pueblo a tomar algo o a simplemente visitarlo, puede hacerlo. Yo me encargare de que nadie se le acerque si tiene esa preocupación.

            —No, Pardmav. Gracias, pero no es eso.

            —Entendido, señor.

            —Oye, Pardmav —dijo Omuev—. ¿Qué edad tienes?

            —Veintitrés, señor.

            —Veintitrés, nada mal. Dicen que eres uno de los mejores escuderos del reino, ¿verdad?

            —Escudero y luchador. Puedo considerarme entre los cinco mejores combatientes de todo Zabdan.

            —Increíble, tenemos una montaña cuidándonos la espalda eh, Kask. Oye, Pardmav, ¿qué piensas de Kask?

            Kaskale se ruborizó. No esta vez, no por favor…

            —¿Al gran señor Kaskale? Que es un gran hombre, digno de su autoridad. No hay duda, ni tampoco la habrá, de que no hay mejor heredero a gran señor que el propio brillante Kaskale Ukdán.

            —¿Lo ves? Ukdán —rio ligeramente Omuev. El apellido de Kaskale le daba vergüenza al aludido.

            —Sí, ya vamos a la cacería —resopló avergonzado.

            Espolearon una vez más sus caballos, y continuaron su viaje.

            Al llegar a la pradera en cuestión, detuvieron sus monturas. Kaskale se volvió para ver a Pardmav.

            —Puedes quedarte detrás de nosotros a una distancia larga. Solo por si ocurre algo.

            Pardmav asintió. No debía de intervenir en la cacería al menos que fuera necesario.

            Kaskale y Omuev tiraron de los caballos y avanzaron a trote. La explanada era bastante bella: al fondo, en el horizonte, se observaban unas cuantas colinas y montañas, mientras que debajo de ellas se esparcía un bosque de bellos robles. El resto del terreno era regular: no había disformidades que afectaran la cacería. El suelo estaba bellamente poblado por césped y otras cuantas plantas, y de vez en cuando algún que otro hueco de tierra seca.

            El día ya estaba comenzando, dentro de un tiempo el sol se elevaría, y ya comenzaría el día. La pradera estaba casi desierta, a excepción de los jinetes, unos contados carinus, dos riarus, y… ¡un vandres! A lo lejos, cerca de los árboles, se divisaba la figura de uno de ellos. Era alto, por lo menos más que un caballo, de pelaje marrón y con una gran cabellera que le crecía en el cuello. Un ejemplar hermoso.

            —Kask, ¿lo estás viendo?

            —Sí, lo veo. Es enorme.

            —Un macho adulto sin duda alguna. Vamos a ocupar un mínimo de doce flechas si queremos tumbarlo.

            —¿Doce? —preguntó Kaskale impresionado—. Y yo que pensaba que era una exageración lo del carcaj lleno.

            —Tal vez y nos falten flechas.

            —Por Kov, no.

            —Pues pide a Kov que te de buena puntería, no quiero dejar a un vandre moribundo porque nos salió mal matarlo.

            Kaskale volteó con una expresión de horror.

            —Eres un sádico.

            —Pero verdad no me falta. Bueno, ¿qué esperas? A cazar a ese animal.

            Espoleó al caballo, salió como una flecha a cazar al gran animal. Kaskale tardó unos instantes en reaccionar, hasta que pateó a su caballo para que siguiera a su amigo, mientras le gritaba que se esperara.

            Omuev redujo ligeramente la velocidad, para poder ser alcanzado por su amigo.

            —¿Qué pasa?, ¿es que el hijo de Upadré no es capaz de alcanzar a un simple plebeyo?

            —Cállate. Me agarraste por sorpresa.

            Omuev rio. Luego pateó al caballo para que aumentara la velocidad. Kaskale lo imitó. La presión del aire les imbuía la cara, les bañaba los pulmones, les regia el cabello y les daba vida. Una sensación que Kaskale añoraba, que deseaba, que disfrutaba.

            A solo unos cuantos marens se veía al gran vandre, era realmente grande; de una sola patada podría matar a uno de los caballos a los jinetes.

            Estaba pastando cuando se dio cuenta de la presencia de los dos cazadores, quienes se acercaban como un owar violento hacia él. Echo a correr a los pocos instantes como una liebre despavorida. Levantó tierra y pastó con sus pesuñas de la fuerza con la que se movió. Omuev tensó su arco, apuntando a la criatura, quien se iba adentrar al bosque. Le disparó. La flecha silbó en el aire hasta impactar en el muslo izquierdo del animal. Chilló. Chilló tan fuerte que podría ser escuchado hasta por Pardmav a los decenas de marens de distancia. La sangre escurría a borbotones de la herida, manchando el suelo. El vandre se adentró al bosque.

            —No hay que dejar que se escape —gritó Kaskale, lleno de la emoción. Tenso a su vez el arco, preparándose para disparar en cuanto viese al animal.

            Los dos entraron con sus caballos por los árboles. Eran rápidos, tanto como una flecha. Las pisadas de sus monturas les aumentaba la adrenalina, era una escena épica para ellos.

            El vandre se divisaba muy cerca, quien corría cojeando de su pata trasera. Oportunidad que utilizó Kaskale para disparar, impactando el espalda del animal. Gimió una vez más con voz grave. Apresuró el paso. No iba a caer tan fácil, y menos con la sensación de que iba a morir.

            Omuev preparó otra flecha, a la par de Kaskale.

            —Tú ve a la izquierda —le gritó Kaskale a Omuev—. Si se va algún lado, lo podremos atrapar.

            Omuev asintió con un fuerte grito de guerra. ¿En serio cazar le hacia sentirse en una batalla? Menudos chicos…

            Omuev desvió el caballo. Preparó y disparó. La flecha dio en el costado izquierdo del animal, un poco por debajo de la espalda. Seguido por otro flechazo que le dio en la pata derecha delantera, propiciada por Kaskale.

            La bestia gimió una vez más de forma aterradora. Cojeaba de la pata delantera y trasera, pronto iba a caer. Kaskale lo sabía, tenía darle el tiro de gracia: un disparo en la cabeza. Un buen flechazo y listo. Sin embargo, el vandre se descarriló, se fue a la derecha, hacia donde estaba él. Tenía el arco tensado, no pudo tomar las riendas y girar. Su caballo iba directo a estrellarse contra el animal. Y…, las dos criaturas impactaron. Kaskale salió volando por los aires hasta impactar contra el suelo, cerca de un árbol. Estaba confuso, aturdido. Omuev estaba algo lejos, lo suficiente como para tomarle unos cuantos segundos poder llegar con su amigo.

            El vandre había vencido: el caballo de Ukdán estaba en el suelo, aturdido. La fuerza de la bestia era mayor. Aún herido fue capaz de seguir en pie después del choque. Y ahora estaba Kaskale a su merced. La criatura giró hacia su cazador, con furia asesina. Los vandres no eran depredadores, pero tendían a matar a cualquier peligro que tuvieran enfrente, siempre y cuando fuera menor a ellos, y el humano que tenía delante era mucho más pequeño que él.

            Kask no tenía su arco cerca, solo su carcaj. Cinco flechas le quedaban. ¿Qué haría solo con cinco flechas, pero sin un arco? Morir, pues el vandre iba directo hacia él. Se levantaba imponente, como un mismo owar.

            Kaskale no se lo pensó mucho y giró a su izquierda, rodando en el suelo, manchándose de tierra, hojas y lodo. En la furia del vandre, chocó contra el árbol que se encontraba detrás de Kaskale hasta hace unos momentos. Quedó atontado por unos instantes. Kaskale agarró una de las flechas de su carcaj, cerró su puño y corrió hacia el animal, clavándole la flecha en el cuello con toda su fuerza. La punta se introdujo tan profundo que casi le salió por el otro lado de la garganta. Apenas y una cuarta parte de la flecha salía de la piel. Pero esto no lo mató. La criatura golpeó con la cabeza a Kaskale, tumbándole al piso. Le iba a dar una patada en el pecho, lo que le iba a matar. Levantó su pata izquierda casi un metro de altura, para luego tirarla contra el piso, sin embargo, Kaskale la esquivó. Rodó una vez más a su derecha, evitando el golpe. Y entonces una flecha impacto en el costado izquierdo del animal. ¡Era Omuev! Se había tardado, pero llegó. Tras esa flecha le siguió otra, que impacto en el cuello del animal, tumbándole.

            —¡Kask! Gracias a Kov que estas bien —gritó Omuev que detuvo al caballo, para luego saltar y aterrizar.

            —¿Dónde estabas? —preguntó Kaskale medio aturdido.

            —Cuando el vandre giró a la derecha, yo estaba muy lejos, creí que iba a girar hacia mí. Así que cuando pude dar la vuelta e ir contigo, tu ya estabas en el suelo. Y fueron muy pocos segundos en lo que llegué.

            —Yo lo sentí como una eternidad —inspiró profundo. Era grande su susto—. Gracias por tumbarlo. No esperaba que tuvieras esa puntería para darle en el cuello, o para tensar tan rápido el arco.

            —¿Eh?, ¿cuál flecha? Solo disparé una.

            —¿Entonces…?

            —¡Mi señor! Por Kov, ¿está bien? —preguntó Pardmav, quien llegó cabalgando a la escena. Fue él quien disparó la ultima flecha que derribó al vandre.

            —Con que fuiste tú, Pardmav —dijo Kaskale.

            —Lo siento, señor. Tuve que llegar más rápido. No esperé que el vandre fuera tan espontaneo. Perdóneme, mi señor.

            Kaskale sonrió.

            —Gracias, Pardmav. Me salvaste la vida. No tienes que pedir disculpas —agradeció él.

            Pardmav abrió los ojos, un esbozo de lagrima salió por su ojo derecho.

            —¿Señor?

            —Te lo digo en serio: gracias. Me has salvado la vida.

            Pardmav sonrió ligeramente, estaba alegre. Era la primera vez que era elogiado de tal manera por alguien de tal importancia.

            El vandre estaba en el suelo, agonizando. No le quedaba mucho tiempo de vida. Gemía en un tono bajo. Era sufrimiento. Kaskale se compadeció de él. Se volvió, se arrodilló a un lado de la criatura.

            —Pardmav, ¿me puedes pasar tu espada, por favor?

            El animal respiraba como podía, chillando.

            Pardmav bajó del caballo y le entregó su espada. Acto seguido Kaskale puso la hoja a un lado del cuello del animal.

            —Lo siento —murmuró. Omuev y Pardmav no lo oyeron.

            Luego Kaskale cortó el cuello del animal, acabando con su dolor. Se levantó y le devolvió el arma a Pardmav.

            —Creo que es la cacería más frenética que he tenido en mucho tiempo.

            —¿Quieres repetirla? —preguntó Omuev con aires de sarcasmo.

            —Por Kov, no. La próxima traigo conmigo a todo una escolta —rio Kaskale.

            Pardmav subió a su caballo, pensativo sobre las palabras de su señor.

            —Oye, ¿y mi caballo? —preguntó Kaskale.

            Pardmav chifló, y a unos pocos marens de distancia llegó el corcel. Al parecer no le pasó mucho. Tanto Omuev como Kaskale subieron a sus monturas, para luego salir del bosque y regresar a Iankdaq. Fue una caza espectacular, seguramente única en la vida para Ukdán. Y al parecer Omuev tenía razón: los soldados respetan, lo respetan. Tal vez y sería un buen líder…, pero aún quedaba mucho por hacer. Y el día era joven.


Capítulo 3:
Un granjero y un maghas

Kaskale regresaba a Iankdaq. A su diestra estaba Omuev y detrás de ellos Pardmav. El caballo de Kaskale había sufrido unas cuantas lesiones, por lo que no podía ir a gran velocidad, así que los tres iban al trote.

            El pasto era verde, y una bella brisa de la tarde sacudía sus rostros, impregnada con el olor del pasto, de las flores y de la caca. Era común que hubiera siempre gente pastoreando por ahí y por allá, conduciendo camadas de hasta treinta maghas —seres semejantes a una vaca pero mucho más grande, y más gordas, de abúndate pelaje y unos cuernos grandes. Todas de pelo marrón y, en ciertas ocasiones, blanco—. Y justo por ahí ahora iban pasando, a la izquierda de los jinetes, un hombre pastoreando. Sus animales habían dejado una gran cantidad de restos que se podían oler con claridad. Aunque había algo agradable en todo eso: la popo de los maghas era ridículamente apetecible para la nariz. Incluso en ciertas zonas era usado como perfume, y en los casos más raros, como la gran casa de los Pajhäz, se usaban en las axilas para quitar el olor desagradable que produce el hombre. Aunque era algo muy barato, se producía en tantas cantidades que casi no tenía valor, así que no era muy comercializado.

            —¡Agh! Olor a mierda de magh —escupió Omuev—; delicioso.

            Kaskale se volvió a su izquierda para observar a los maghas que seguían en movimiento.

            —Sabes, siempre me he preguntado como sería ser granjero por un día.

            —¿Eh?

            —Ya sabes, ir y estar como ellos un solo día. Practicar una vida de granjero, pastorear, pisar caca.

            —Para pisar caca no ocupas ser granjero.

            —¡No! No es solo eso lo que me refiero —declaró con una sonrisa—. Lo que digo es poder tener una experiencia como la de ellos, ¿me entiendes?

            —A veces no. Pero esta vez, sí. Pues, ¿qué te impide hacerlo? Puedes ir ahora mismo con el granjero, ¿o no?

            —¿Estás loco? Mi padre me mataría.

            —Le decimos que estuvimos más tiempo en la cacería, y ya. No creo que Pardmav diga algo, ¿o sí? —se giró para ver al hombre.

            Pardmav lo miró a los ojos.

            —No creo que exista inconveniente. Además, el señor Ukdán tiene total derecho para hacerlo.

            —¿Lo ves? —señaló Omuev—. Ahora puedes ir y ponerte a caminar con ese hombre por un rato.

            Kaskale sonrió. La verdad sí quería ir aunque sea unos momentos con aquel pastor, aunque sea solo para charlar. Era algo aburrida la vida burgués, así que, ¿por qué no?   

            —¿Y tú donde irás?

            —Ni creas que voy a ir a también tener una vida de pastor por un día. Yo me voy a ir mientras tanto a Iankdaq en alguna posada o lo que sea. No sé que piense Pardmav.

            Kaskale volteó para ver al guardaespaldas.

            —Yo puedo ir con el señor Omuev si eso le complace, mi señor. O quedarme aquí.

            —Yo digo que vengas conmigo —dijo Omuev.

            —Yo también creo que deberías de ir con él. Ya no hay necesidad de protegerme, ya no es una cacería.

            —Puede que intenten atentar contra su vida, mi señor.

            —Ay, por favor. Le hacen algo al pequeño de Kask y luego terminan toda la familia del agresor en la horca. Sería muy estúpido atacarlo —gruñó Omuev.

            Pardmav asintió. Le hacía sentido.

            —Aunque, es el único hijo de Upadré.

            —¡Bah! Pueden hacer otro —bromeó Omuev.

            Pardmav se quedo en silencio. De cierta forma estaba incomodo.

            —Pardmav, no hay necesidad de que te quedes aquí y me protejas. Puedes irte. O si quieres, acompañarme.

            Pardmav no titubeo un solo segundo.

            —Iré con usted.

            Kaskale se sorprendió.

            —Está bien, entonces. Omuev, ¿te espero en la entrada de la ciudad?

            —Mejor ve hasta la posada de La Fogata. Ahí estaré.

            Kaskale asintió.

            —Adiós.

            Omuev se despidió y condujo a su caballo con rapidez hacia la ciudad. Se desapareció en el horizonte.

            Kaskale se adentró al campo junto a Pardmav. Ahora el soldado se había puesto a un lado de él.

            —¿Por qué quisiste quedarte?

            —Porque es mi deber. No puedo dejarlo solo en esto…, y porque me gustaría también saber como es la vida de un campesino.

            Kaskale se sorprendió. No era el único raro que le gustaría saber la vida de uno.

            —No creí que también quisieras saberlo.

            Pardmav no respondió al instante, sino que se quedo callado durante unos segundos.

            —¿Pardmav?

            —Mi abuelo fue campesino. No lo conocí, pero mi padre me contaba mucho sobre él. Y no quiero negarlo: me da curiosidad la forma de vida de ellos. Saber que es ser un pastor. Y, quien sabe, si Kov quiere, volverme también uno.

            —¿Quisieras volverte también un campesino?

            —Sí. La vida en eso es mejor que la de un soldado. Al menos el campesino tiene una vida más…, divertida. Con el ejército lo que hago es sacarle punta a mi lanza y entrenar hasta matarme.

            —Vaya, no sabía que podía ser tan aburrido lo del ejército. Aunque creo que en parte tienes razón: no hay motivos para tener soldados.

            —¿A que se refiere, mi señor?

            —Ya sabes, lo de la guerra. Dimiw no es amenaza alguna para nuestro poder, y no existe otro reino en la faz de todo el mundo que sea capaz de siquiera tocarnos; es que literalmente solo estamos nosotros y los dimiweños.

            —Creo que tiene razón, señor. Pero a veces es bueno prevenir. Su padre siempre tiene soldados activos por caso de algún bandido, o de algún hombre libre que quiera hacer daño a otras personas. La seguridad.

            —Estoy de acuerdo con la seguridad, pero es exagerada. ¿Veinte arqueros en una muralla? No hace falta ni cinco hombres para desmontar todo una contingencia terrorista.

            —Tal vez —se detuvo para cambiar de tema—. Ya estamos cerca del granjero.

            Sí, estaban cerca. A unos cuantos marens del pastor, quien aún no se había percatado de la presencia de los dos jinetes. A un lado del pastor se encontraba su rebaño: eran mucho más grande que él en altura, es más, incluso eran casi tan altos como Kaskale montado. Unas autenticas criaturas temibles. Una sola podría alimentar a varias familias por días.

            —Buen día, mi buen señor —anunció Kaskale al hombre que pastoreaba. Se volvió y encontró a los dos.

            —¡Santo Kov! Señor Kaskale, ¿por qué me es digna su presencia aquí, a este pobre siervo? —El hombre era alguien de avanzada edad, de barba completa canosa, de arrugas notables en sus cachetes y ojos, con una boina de color rojo que le cubría del sol. Su vestimenta era la más básica: una túnica de color gris con manchas de tierra y otras cosas que no queremos saber.

            Kaskale desmontó.

            —¿Cómo está, pastor?

            El hombre abrió los ojos, desconcertado.

            —Bien —contestó al fin—. ¿Y usted, mi buen señor?

            —Fantástico. Dime, ¿cuál es tu nombre?

            —Ian, señor. —El hombre se notaba nervioso, no, lo siguiente.

            —¿Ian? Conozco a alguien de nombre parecido. ¿Me permites acompañarte?

            —¿Acompañarme?, ¿quiere acompañarme a pastorear?

            —Claro, por eso vine —el tono de voz de Kaskale era mucho más seguro, como si hablar con aquel campesino fuera algo mucho más grato que cualquier conversación que pudiera tener con alguien más.

            Pardmav igual desmontó y se puso a la diestra del campesino.

            —¿Me permite acompañarlo?

            —Santo Kov, ¿el mismo Kaskale y un guardia de honor suyo, acompañarme? ¡Por favor! El honor es todo mío.

            Kaskale comenzó a moverse lentamente hacia adelante, con pasos breves, para luego ser imitado por el campesino. Pardmav les siguió junto al rebaño. Los caballos se movían de igual forma.

            —Siempre he visto el sol con belleza —comentó Kaskale.

            —¿El sol? Oh, sí, es bello, ¿verdad? Siempre veo los amaneceres y atardeceres. Es algo bonito —contestó Ian.

            —También es bonito la tierra, el campo, el olor mismo del campo. —Se paró. Se puso de cuclillas junto a una planta que crecía a su izquierda: era un bonito matorral verde, de unas cuantas hojas largas y lisas, donde le crecían unos pequeños tallos con pelos blancos apenas perceptibles, y que daban una flor de pétalos blancos y cabeza amarilla, semejante a la manzanilla. Era bastante bonita. Con su dedo pulgar e índice arrancó una flor, luego se irguió—. Ian, ¿hace cuanto que eres pastor?

            —Toda mi vida. Llevo, desde que tengo uso de razón, ayudando a mi familia en la granja. Y ahora me ha tocado a mi la labor de sacar el rebaño.

            —¿No era tú turno esta vez? —preguntó Pardmav.

            —En general es mi hijo quien sale a pastorear. Yo ya estoy algo viejo para estar caminando todo el día.

            —¿Qué edad tienes, Ian?

            —Cincuenta y siete mayers.

            —Sí que eres mayor —dijo Kaskale—. ¿Por qué no vino hoy tu hijo a pastorear? —un magh se puso a su siniestra, y él le acarició el cuello. Era un ejemplar bastante grande, tanto que tenía que poner su mano bastante por encima de su hombro para alcanzar a la criatura.

            —Tenemos unos cuantos problemitas en nuestra casa.

            —¿Problemitas?

            —¿Algún animal que está atacando a las gallinas o un mercenario? —preguntó Pardmav.

            —Temo que es lo segundo, mis señores.

            —¿Un bandido os ha molestado?

            —Espera, ¿un bandido aquí, cerca de Iankdaq? —preguntó Kaskale.

            —Es…, algo parecido a un bandido.

            —¿Un ladrón?

            —Sí, creo que esa es la palabra adecuada, mi señor.

            —¿Tú casa queda cerca de aquí, no?

            —Algo.

            —¿Un ladrón en los alrededor de Iankdaq?, ¿quien puede ser el idiota que esté queriendo asaltar a unos campesinos cerca de la capital del reino?

            Pardmav se quedo helado.

            —¿La Sombra de Iankdaq?

            Kaskale le miró.

            —¿La sombra de Iankdaq?, ¿qué es eso?

            —El único forajido reconocido del reino, señor. No lo hemos podido capturar. Hemos escuchado rumores que en las noches ingresa a la ciudad y roba algunas cuantas cosas. Y es muy usual oír su nombre en los pueblos más pequeños.

            —Sí, ese es el que nos ha estado amenazando —añadió Ian.

            —¿Amenazando? —preguntó Kaskale.

            —Nos ha dicho que le demos nuestras gallinas, y a cambio nos dejaría tranquilos, pero que si no lo hacíamos, lo haría él a la fuerza. Yo estoy demasiado viejo para defenderme, así que deje a mi hijo a cargo hoy, mientras que mis otros dos hijos han estado ocupados en el campo.

            —Un ladrón, ¿amenazando a unos pobres campesinos?, ¿pero quien se cree que es?

            —Es uno de los hombres más temidos, señor —respondió Pardmav—. No lo hemos podido capturar, como ya he dicho, y es alguien bastante peligroso.

            Kaskale torció una mueca de ira.

            —No me digas que ha matado a alguien.

            —Me temo que sí —dijo Pardmav un poco avergonzado—. Diez personas contamos hasta el momento de desaparecidos. Creemos que están muertos, o secuestrados. Y hace un par de mayers, antes de que yo llegará a donde estoy, asesino a un lancero en una persecución a caballo. Eran cinco jinetes y él, pero luego de matar al que le perseguía de cerca, huyó en las sombras de los bosques.

            El semblante de Kaskale ahora era de rabia. No sabía controlar sus emociones.

            —Me estas diciendo, ¿qué un maldito bastardo ha asesinado gente inocente y va ahí por libre? Ian, ¿hace cuanto que lo vieron? —su voz era inquieta, como si quisiera ahora mismo arrancarle el cuello a alguien.

            —Hace algunos cuantos días. Mis hijos han tenido que tomar turnos de días para cuidar la casa y al ganado.

            —¿Entonces no saben donde esté?

            —No, señor. Lo siento.

            Kaskale bufo ligeramente.

            —Pardmav, ¿crees que cuando volvamos a Iankdaq puedas mandar a unos cuantos hombres para venir a cuidar la casa de Ian?

            Pardmav asintió.

            —Claro que sí, señor, si son esas sus órdenes.

            —¿Por qué ha querido acompañarme, señor? —preguntó Ian.

            —¿Eh? Ah, sí. Quería ver como era…, pastorear, ser alguien como tú. Pero no creí que tuvieran este tipo de problemas, con ladrones y bandidos.

            Ian rio un poco.

            —Si viera lo común que es en los pueblos. La Sombra no es el único de nuestras molestias. Hace un tiempo, ya muchas lunas, un grupo de bandidos atacaron varios pueblos y saquearon grano y violaron algunas mujeres. Pero luego los asesinaron, creo.

            —Ah, sí, los bandidos esos que eran liderados por un tal Tauden —añadió Pardmav—. Fue hace casi un mayer cuando ocurrió. Los ejecutaron en la plaza de la ciudad.

            —Los recuerdo —dijo Kaskale—. Creí que eran un caso aislado. Por Kov…

            —Parece que no conoce mucho sobre la vida afuera de la ciudad, mi señor —comentó Ian.

            —Más respeto, granjero —advirtió Pardmav.

            —Está bien, Pardmav, tiene razón. No conozco casi nada sobre la vida del campo.

            Entonces, en ese momento, el maghas que tenía a su izquierda se giró y le lamió el cachete a Kaskale. La expresión de él era de un asco horrible, casi grita.

            —Parece que le agrada —comentó sarcásticamente Ian.

            —¡Qué asco! —con su mano intentó quitarse las babas del animal de la cara—. Oh por…, creo que voy a vomitar. —Su rostro estaba fruncido en asco.

            Ian rio.

            —Creo que no está hecho para la vida en el campo.

            Pardmav le miraba con seriedad.

            —¿Se está riendo del gran señor Kaskale?

            La sonrisa de Ian desapareció al ver el semblante de Pardmav; era serio, listo para entrar en combate.

            —Perdóname, señor. No, no debí haber reído ante ello.

            —pídele disculpas a Kaskale, no a mí.

            Ian se volvió para ver a Kaskale, quien seguía limpiándose de la cara la saliva.

            —Perdóneme, señor.

            —No pasa nada.

            Pardmav levantó las cejas, sorprendido.

            —No volverá a pasar —terminó Ian.

            —Ay por Kov, de verdad que me tengo que quitar de la cara esto.

            Pardmav chifló a los caballos, quienes se acercaron con rapidez al oír el llamado.

            —Creo que es hora de volver a Iankdaq, mi señor.

            Pardmav se subió a su montura.

            —Tienes razón. —Se volvió para mirar a Ian—. En cuanto pueda trataré de mandar alguien para que les ayude.

            Tras eso, se subió a su caballo.

            —Muchas gracias, señor —se inclinó profundamente—. Que Kov lo ayude.

            —Que Kov te ayude —finalizo Kaskale aún con cierto asco por la saliva. Luego salió del lugar galopando.

            Al cabo de unos minutos, y de haber estado lo suficientemente lejos del rebaño, Pardmav hablo.

            —Ese campesino se estaba creyendo muy listo.

            —¿Por qué lo dices?

            —Se rio de usted, y lo insultó, mi señor.

            —No creo que me haya insultado, solo dijo una verdad. Pero, bueno, no me gustó que se riera.

            —¿Está seguro de querer ayudarlo con lo de la Sombra? Después de lo que hizo, no creo que sea bueno ayudarle. Le faltó el respeto, mi señor.

            —No creo que sea para tanto, Pardmav.

            Pardmav bufó.

            —Juraría por Kov que le hubiera atacado si yo no hubiera estado ahí. Ese tipo de granjeros son unos locos cerebros de hongos.

            —¿Atacarme? No, no creo que…

            —Señor, con todo el respeto, pero ese tipo de campesinos no son de fiar. Gracias a Kov que lo acompañe, estoy seguro de que le hubiera hecho daño de no estar yo ahí.

            Kaskale entrecerró los ojos.

            —¿No estas siendo exagerado?

            —Para nada. Si fuera por mí, ahora mismo ese hombre estaría de rodillas ante usted, suplicando clemencia.    

            Kaskale no respondió a eso, pues respiró profundamente. Ya casi iban a llegar a las murallas.

            —Buenas tardes, señor —saludó uno de los guardias a Kaskale—. ¿Fue buena caza?

            Kaskale sonrió. Recordó el momento en que casi muere.

            —Sí, creo que muy buena.

            —Bendito sea Kov. Adelante, Omuev nos comentó que le estaría esperando en la posada de La Fogata.

            —Gracias.

Tras eso, se adentró en la ciudad. Se despidió de Pardmav dándole las gracias y luego galopó hasta la posada que estaba cerca de las murallas; una pequeña y sencilla posada, donde le esperaba afuera Omuev.

            —Creí que estarías adentro —advirtió Kaskale mientras desmotaba de su caballo.

            Omuev sonrió.

            —Sabía que no durarías mucho con el pastor. No pasaron ni cinco miduens.

            Kaskale rio algo nervioso.

            —Te quería decir algo.

            —¿Qué pasó?, ¿el granjero te trató de robar?

            —Es sobre Pardmav.

            —Oh por Kov, ¿Pardmav te intentó robar?

            —No, idiota, eso no. Es sobre lo que me dijiste sobre la lealtad.

            —Ah, sí, eso. ¿Qué pasó?

            —Digamos que el final estuvo intenso… Pardmav me dijo que podría haber hecho que el granjero se pusiera de rodillas a clamarme clemencia después de que se riera porque uno de sus bestias me lamió la cara.

            Omuev sonrió.

            —¿Un maghas te lamió la cara?

            —Sí, pero eso no importa ahora. Es sobre lo de Pardmav. Tenías razón sobre lo de la lealtad. Pardmav casi no me conoce de nada, y aún así demostró…, eso, lealtad.

            —Te lo dije. ¿Pero que fue el impulsor para que se pusiera así, a parte de la risa del campesino, o fue solo eso?

            —Bueno, también me dijo que el hombre me insultó. Aunque yo no lo vi así.

            —Insultar, ¿eh? No me digas que hablaste con el campesino como si estuvieras hablando conmigo.

            —Sí, fue algo casi así. ¿Por qué?

            Omuev negó con la cabeza, casi decepcionado.

            —Kask, a veces eres un idiota, y de los grandes. Si comienzas a hablar de tú a tú con un simple campesino, ¿crees que esté no se subiría sobre ti? La gente te respeta, pero si hablas como si fueras un cualquiera, sin controlar lo que haces, entonces te van a aplastar. ¿Sabes lo que significa? Una guerra civil. Te recuerdo que eres el hijo del segundo hombre más importante de todos. Cuando muera, tú serás ese hombre, y debes de comportarte como tal.

            »Tus hombres te estiman, Kask, ya te lo he dicho. Pero debes también ser diestro en tu forma de hablar. Y veo que tienes muchos problemas. Cuando hablamos con esos dos hombres de armas, los que me dijiste que eran amigos de tu padre, parecía que estabas enfrente de dos owars gigantes. Tenías miedo de ellos. Pero luego cuando estás con un idiota como yo, te pones a mi altura y parecemos dos idiotas borrachos.

            Kaskale miró al piso, avergonzado.

            —Tienes razón.

            —Supongo que tener esta experiencia te haya abierto los ojos. Podrás practicar el resto del día en tu cuarto sobre este tipo de charlas. ¿Al fin y al cabo no es lo que haces a diario?

            Kaskale levantó la mirada con los ojos abiertos.

            —¡Por Kov! Mi padre me va a matar. Ya es más de medio día y aún no estoy en la casa. ¡Me tengo que ir, adiós!

            Tras eso, subió a su caballo con rapidez y lo espoleó para ir con rapidez a su casa. Omuev solo lo vio partir; levantó la mano de forma inútil como despedida.

            —Adiós…  

El Viento del Vacío


Prologo

En una galaxia olvidada, en los rincones más absolutos de un planeta, se encontraba un grupo de soldados defendiendo su posición en una trinchera. Balas y decenas de proyectiles llovían por doquier. El sol se estaba poniendo. Dentro de unos minutos estallaría el infierno. La muerte para aquellos pobres soldados.

            Eran diez. Diez hombres en una trinchera construida con prisa. El terreno, que hace unas cuantas horas fue más que un campo de cultivo, se transformó en el peor lugar donde un hombre quisiera estar: árboles destruidos, docenas de cráteres, explosiones y cadáveres se extendían por todos lados. Los soldados pronto se quedarían sin municiones. Los refuerzos…, demonios, tuvieron que llegar hace ya una hora. ¿Dónde estaban?, ¿los grors los habían abandonado? No, imposible. Los grors no abandonan a nadie, ni siquiera a los muertos. Y ellos pronto serían unos muertos. ¿Entonces que era lo que los atrasaban?, ¿una batalla espacial? Demonios, eso explicaría las luces en el cielo.

            Los soldados portaban armaduras de combate: diez relucientes piezas de la más alta tecnología. Los cascos eran redondos con una inclinación ligera en la parte frontal que descendía hacia la mandíbula. Semejante a los cascos de motocicleta tradicionales de hace muchas eras. Los visores eran largos y anchos, de color negro. Sus mandíbulas tenían unos cuantos respiradores que atrapaban el oxígeno y lo hacían puro para respirar. Sus trajes eran modestamente modernos, con unos cuantos brazos mecánicos que les ayudaban para darles mayor fuerza: un exo-traje en su traje. La apariencia del peto era plana, y descendía hacia el abdomen como si tuviera escalones. Recordaba la apariencia de un tórax con los huesos marcados. Las piernas se parecían bastante a los armaduras medievales: con aberturas en las rodilleras para poder flexionar, y algunos cuantos ligamentos en los tobillos para hacerlos más cómodos. Sus armas eran algo antiguas, pero eficientes: rifles largos de doble cañón, uno encima del otro, que disparaban una oleada de electrones condensados. Fuertes ráfagas de color azul turquesa salían de la punta de las armas. Era el distintivo de las municiones de entre los humanos y los arzianos…, oh, los arzianos.

La raza con la que estaban luchando estos pobres hombres. Bestias feroces humanoides. Hongos super-evolucionados con decenas de brazos semejantes a serpientes. Uh, me da asco siquiera describirlos. Bestias atroces. Las que iniciaron esta guerra.

            Los diez soldados mantenían el frente como les era posible: casi todo el ejército se había diezmado. Solo quedaban ellos en el frente. Los demás estaban en la retaguardia, conteniendo los ataques laterales del enemigo. Solo diez hombres defendían el frente…

            Un disparo llegó. Atravesó el casco de uno de los soldados, y cayó al suelo, inerte. Ahora eran solo nueve. Y pronto cayó el segundo, seguido de un tercero y un consecuente cuarto. ¡Cuatro hombres en solo cinco segundos! Todos habían sido asesinados por un disparo limpio en la cabeza, que dejaban ver un gran agujero en la frente. Era terrible.

Los otros seis seguían luchando, disparando a diestra y siniestra a todo lo que se acercara. ¡Eran miles! Esos arzianos nunca se acabarían. Sus tropas parecían infinitas. Recorrían los campos de batalla alzando decenas de armas en sus infinitos brazos, y aplastaban a los árboles con sus gigantes tanques orugas. Vehículos de cinco metros de largo, que tenían forma de un rombo desde el lateral. Recordaban bastante a los tanques usados en lo que alguna vez fue llamada Primera Guerra Mundial. ¿Evolución convergente? Eso explicaría su apariencia. Sea como fuere, la tecnología de estos tanques era aplastante, pues usaban más de seis cañones. Dos en los latearlas, y cuatro en la parte superior de la cabina.

Y uno de ellos iba directo hacia ellos.

            —¡Sargento! —exclamó uno de los soldados supervivientes.

            El hombre a la cabeza de los seis era Billegt, el sargento.

            —Tanque a las ocho —gritó otro.

            Billegt volvió a su izquierda, y vio que aquel tanque se aproximaba a ellos. Era el fin. No podían contra un tanque. Esas cosas eran fortalezas andantes para la infantería.

            —¡Resistid la formación! Los refuerzos deben de llegar pronto.

            Los disparos seguían lloviendo. Otro soldado cayó. Un disparo le atravesó el pecho. Se derrumbó y golpeo la pared de la trinchera. Ahora eran solo cinco.

            ¡Pum!

 Una explosión catastrófica se escuchó a su izquierda. Era un disparo del tanque. Había golpeado muy cerca de ellos. La tierra se levantó. Fuego azul dibujó una vez más el entorno, y el lugar se volvía un caos aún más terrible.

Un disparo rozó la cabeza de Billegt. Le pasó tan cerca que le dejó una quemadura en el casco. Eso estuvo muy cerca.

—Igmit378, ¿puedes comunicarte con la flota?

Nadie respondió.

—Igmit378, ¿me escuchaste? —se volvió y encontró el cadáver del quinto soldado en el suelo. Su cabeza le había desaparecido. Se esfumó. Se hizo polvo. Igmit378 murió con el disparo que rozó la cabeza del sargento.

—¡Demonios! Por Dios, ¡resistid!

Cuatro hombres. Cuatro benditos soldados era todo lo que separaba a los arzianos del resto del ejército. Esto era una causa perdida. Iban a morir. Nada lo iba a evitar.

Billegt seguía disparando a todo lo que tuviera a la vista. Los disparos se hacían cada vez más pesados. Sentía que en cualquier momento se le iba a dislocar el brazo de tanto disparar. Su unidad había sido diezmada. Solo él y tres compañeros contra un ejército gigantesco…, no, no era un ejército, no era ni siquiera una gran cantidad de enemigos. Solo eran exploradores. ¡Por Dios! Por amor a todo lo que era santo, esto no es el groso del ejército arziano, ¡son una escaramuza!

Esto era el fin. Un ejército humano-gror estaba siendo aniquilado por unos exploradores…, no, ¡no! Esto era una masacre. No podían ganar la guerra, solo tratar de sobrevivir. ¿Por qué?, ¡¿por qué tuvieron que declararles la guerra?! Ahora estaba él ahí, luchando para morir. No tenía salvación. No había escape. Solo desesperación. Todo se iba acabar pronto, para desgracia suya.

El ruido era horrible. El sonido de gritos de otros humanos a la lejanía le hacían sufrir por dentro. ¿Esto era el infierno?, ¿ya había muerto? No, seguía vivo, pero no era muy diferente a estar muerto.

Su trinchera estaba resultando ridículamente efectiva, de cierta manera. Miles, no, millones de disparos habían intentado dar a los cuatro soldados remanentes, pero ninguno les había dado de momento.

¿Cuántos arzianos habrán muerto a mano de Billegt?, ¿mil?, ¿dos mil? No lo sabía. Llevaba disparando hace ya varias horas. Creía haberles dado a tantos enemigos, pero no sabía si realmente los había matado. Los arzianos son como una plaga que no se acaba. Piensas que mataste a uno, y diez más salen para remplazarlo. ¿Es que nunca se acabarían?

El tanque se acercaba cada vez más. A solo trescientos metros.

¡Pum! ¡pum! ¡PUUM!

Tres explosiones sonaron a la vez. El tanque hizo temblar la tierra. Billegt y su unidad se tambaleo, cayeron al suelo; cubrieron sus cabezas de las explosiones. La trinchera se sacudió; la tierra bañaba el campo. Salpicaba como un torrente de sangre imparable. En cualquier momento podrían ir a por ellos y acribillarlos ahí mismo. Empero, Billegt se levantó, sujetó una vez más su arma y volvió su vista al tanque. Estaba ahí, cerca, a menos de cincuenta metros. Se imponía como un depredador ante su víctima. Mataría a los soldados, no había nada que lo impidiera, al menos que…

El sargento saltó de la trinchera y fue corriendo a toda prisa hacia el tanque. En su cinturón portaba tres granadas; suficientes para inmovilizar el tanque. Si quería que sus hombres tuvieran una oportunidad, por más mínima que fuese, tenía que hacerlo aquí y ahora.

Había una pequeña brecha para poder lograrlo: los cañones artillados del tanque son laterales. Si iba directo hacia él, podría lograrlo. Aunque dependía de cuanto se tardará, pues los cañones iban a recargar tarde o temprano.

Corría y corría con lo más que le permitían sus piernas. Esos cincuenta metros se volvieron casi interminables. Su corazón iba a estallar, lo sentía salirse del pecho. Sus piernas casi le parecieron pesadas, como si estuviera en un sueño. Puso su mano en la cintura y sacó las tres granadas. Las agarró con ambas manos. Las activó. Estaba cerca, a menos de diez metros. ¡Lo iba a lograr! El tanque retrocedía. Cinco metros. Lo tenía tan cerca, a nada de lograrlo. Moriría haciendo algo útil.

Tropezó con una piedra en el último instante, a solo un metro del tanque. Se derrumbó enfrente de este. Las granadas se deslizaron por su cuerpo, se dirigieron hacia una de las orugas del tanque, gracias a Dios. Luego, una explosión hizo iluminar el entorno. El cuerpo del sargento salió volando a varios metros de distancia. Seguía consciente. Sintió que su alma se le iba del cuerpo. Parecía volar eternamente una gran distancia. Hasta que chocó contra el suelo, embarrándose de tierra. Delante vio al tanque explotar. La primera explosión sacudió la oruga del tanque, y una consecuente llegó, haciéndolo explotar. Lo logró. Y seguía vivo…, o apenas vivo. Las piernas no las sentía, ¿acaso se había partido a la mitad? No, solo no tenía más reacción en esas piernas. Su parte izquierda, lo que era su brazo, solo quedaba la mitad de este: desde el codo hasta el hombro, lo demás había desaparecido. Le chorreaba sangre a grandes cantidades. Pronto se iba a desmayar.

Observó el cielo una vez más…, espera, ¿eso era…? ¡Bombarderos! Y eran de los buenos.

—Ya se estaban tardando —murmuró Billegt.

Y entonces, una tanda de explosiones, tan grandes como montañas, se vieron en el horizonte. Las bombas hicieron añicos a los arzianos. Los bombarderos habían atravesado el cielo. La batalla espacial había sido vencida. Pronto llegarían los refuerzos.

Y ahora todo se sumía en oscuridad.

Billegt cerró los ojos mientras escuchaba los gritos de sus soldados acercarse a él. Lo logró. Sobrevivió un día más en este infierno llamado guerra.


Capítulo 1:
El amanecer de un muerto

“¿Hace cuanto tiempo estamos batallando contra esta horda de alienígenas?, ¿siglos? Me parece que sí. Se siente como si esta guerra llevara tanto tiempo, que he olvidado cual fue la razón por la que comenzó todo. Ahora, ahora solo quiero que todo acabe.”

-Comandante de la compañía mugitit-124, 12 de marzo del 2834, cinco días antes de su muerte.

Billegt, o sencillamente Bille, se encontraba sentado en su dormitorio de la fragata Lluvia Muerta-5. La habitación era pequeña, de apenas cuatro metros cuadrados. Una cama gris individual se ocultaba en la pared plegable; solo una mesa se encontraba en todo el cuarto, y se encontraba a la derecha de Bille. Era sencilla, pequeña, hecha de madera; no era usual verla en esta época, pero era un gusto del sargento. En ella había un cenicero con una docena de colillas de cigarro. Y una más iba a ir a la lista: Bille estaba fumando uno. Su silla no era otra que una de ruedas: había quedado invalido. La explosión le hizo que la mitad de su cuerpo se dislocara; la mitad para abajo ya no iba a servir más.

            Esto, naturalmente, haría que cualquier hombre se desesperara, o que le sacaran del ejército, o que directamente le ejecutaran, pero no, Billegt demostró gran valía en el campo de batalla; destruyó un tanque él solo, salvó a tres de sus hombres de una muerte segura, y vivió para contarlo. No le iban a sacar del ejército, ni tampoco ejecutar. Era uno de los pocos hombres valiosos que poseía la Alianza. El superior de Bille, el comodoro Rokgt, le había otorgado un ascenso militar: ahora era capitán de cuadrilla. ¿Qué significaba eso? Que podría participar en la sala de operaciones sentado a más gente como él, o peor, y planear los ataques y el curso de la batalla. Aunque tenía otra opción: seguir en el campo de batalla. Como era natural, un hombre que no le funcionaban las piernas era hombre muerto en cualquier conflicto, pero había una alternativa: usar un exo-traje que le conectara el cerebro al resto del equipo, y así poder pseudo-controlar sus piernas. Aunque esta era una opción poco grata para alguien como Bille, pues las piernas mecánicas no eran de lo más rápidas ni cómodas. Solo le serviría para mantener su culo en la retaguardia.

            Y ahora no le quedaba otra opción: seguir luchando desde una zona segura. Pero no era tampoco su favorita. No le gustaría mantener su trasero seguro junto a otros inválidos, mientras sus tropas luchan en el frente y mueren. ¿Qué le quedaba? Desesperación, solo eso. Por ello había fumado en solo una hora una cajetilla de cigarros. Antes fumaba un cigarro cada tres meses, ¿pero ahora?

A un lado del cenicero, y de la caja vacía de cigarros, estaba un vaso con vino. No lo había tocado aún. Quería tranquilizar sus pensamientos primero antes, ¿pero podría hacerlo? Se sentía tan inquieto, tan nervioso, tan ansioso, que lo mejor sería tomarlo y ya. Y así lo hizo. Tomó un gran sorbo, para luego suspirar aliviado. El vino le ayudaba en estos momentos.

Seguía manteniendo su vista en la ventanilla que le permitía ver el planeta donde había estado luchando durante cuatro días sin descanso: Eridani Segunda. No, no es el mismo sistema solar de Épsilon Eridani, era otro, su hermano, a una distancia de unos nueve mil años luz. Y el planeta era bello desde la lejanía: rocoso, de tierra amarilla, con grandes tornados que tomaban un color anaranjado con blanco. El sol se situaba a la izquierda del planeta. Una vista preciosa. Sin embargo, el planeta se cernía en devastación. Se podían ver los restos de las explosiones provocadas durante esos días de guerra: grandes huecos en el planeta se divisaban de norte a sur, y de este a oeste. Era como un corte hecho a la capa del planeta. Una herida. A esto había llegado la guerra: no solo hería personas, familias, o generaciones, hería a los propios planetas. Era una catástrofe de proporciones bíblicas.

Bille volvió a suspirar: este era el quinto planeta que era atacado en la semana. Los otros cuatro habían sido…, devastados. Los arzianos aniquilaron las fuerzas de la Alianza, y ahora solo quedaba Eridani Segunda como única fortaleza. Centenares de mundos se habían perdido ya durante esta guerra, incluso miles. Y venían aún más. Cada mes más de cincuenta planetas se perdían. Y cada año se perdían casi mil de ellos. Diez años de guerra…, esto había escalado demasiado lejos. La alianza se ha visto obligada a reclutar a todo lo que pudiera caminar o ver, y que no afectara la economía de la propia. Millones, no, miles de millones de personas habían muerto en esta guerra.  Y aún esperaban más. La alianza constituía casi un cuarto de la galaxia; centenares de miles de mundos eran gobernados bajo el cuidado de los humanos y los grors. Y ahora el frente se estaba desmoronando. ¿Tanto les costaba a los gobernantes pedir paz?, ¿o mínimo suplicarla? Esta guerra estaba perdida, todos lo sabían. Le había costado tantos recursos a la Alianza que directamente se han tenido que sacrificar mundos enteros solo para construir más y más naves. ¿Pero para qué?, ¿para ser destruidas de forma aplastante por un enemigo que claramente estaba a años luz de nosotros? Los arzianos habían alcanzado el ápice de la civilización: su tecnología era impecable, sus naves eran atroces, sus tropas eran voraces, y su fortaleza era impenetrable. ¿Cuántas veces le había ganado la Alianza a los arzianos?, ¿cien veces, quizás doscientas? Comparadas a las miles de derrotar que ha sufrido. Hoy era una victoria más…, a costa de que…

Setecientos mil. Setecientos mil soldados humanos y grors lucharon en esta batalla por el mundo durante cuatro días seguidos. Solo dos mil regresaron con vida de la batalla. Durante dos días se perdieron el abastecimiento de los cargueros y destructores, y era porque fueron destruidos por los propios arzianos. Si no hubiera sido porque una flota de ciento treinta naves humanas llegó al sistema, no hubieran logrado sobrevivir, ni vencer.

¿Y cual era la cantidad de arzianos que arribaron en el planeta? Aquella horda que al sargento Billegt parecía ser infinita, interminable, no constaba de más de trescientos mil soldados en un principio. Cuanto él se enteró de esto, quedo boquiabierto. Creía que eran más, que eran millones, pero no, eran solo trescientos mil. Y para el momento en el que llegaron los bombarderos aun quedaban más de cien mil arzianos con vida.

Aunque hubo algo que erizo la piel de Bille, y es que no eran un grupo de exploradores, no era una escaramuza, era peor. No se enfrentaban ni siquiera contra un contingente preparado; se enfrentaban a nada más que una caravana olvidada. Los restos de un grupo de exploradores. Y es que, la batalla llevada a cabo en los otros tres sistemas, era formada por solo una unidad de exploradores. ¿La cifra total? Mil millones. Bille se estuvo enfrentado todo este tiempo a solo una fracción de un grupo de exploradores…, y casi había muerto junto a todo su ejército. Estaba roto por dentro. Esta guerra era imposible de ganar. Él lo sabía perfectamente. Entonces para qué seguir luchando, si de todas formas van a perder.

Los arizanos, una fuerza tan brutal de enemigos, tan enorme, tan poderosa…, tan majestuosa. Eran hongos, sí, pero eran terriblemente superiores a los humanos, a los grors, y a casi cualquier otra facción dentro de la galaxia. Aunque hay algo que no cuadraba, y es que nadie sabe de donde vinieron los arzianos. Un día llegaron a nuestra galaxia, y se quedaron para siempre. O a la mejor ya estaban dentro de nuestra galaxia, y no lo sabíamos.

Tocaron la puerta. Bille se volvió.

—Pase.

La puerta se abrió sin rechinar, y de ella salió el capitán general vicealmirante Moygt. Un hombre que iba vestido de un traje gris abrochado en la parte derecha del pecho, líneas rojas bordeaban la indumentaria; tenía numerosas insignias en la parte izquierda. Su cara era recia, firme, cuadrada, de una mandíbula marcada, ojos verdes siniestros y un pelo corto marrón en punta. Era el segundo hombre más importante dentro de la flota.

—¡Capitán Moygt! —trató de levantarse, pero le fue inútil, cayó una vez más en la silla de ruedas—. ¿Qué ocupa, mi señor?

—Capitán Billegt —dijo él, serio—. Me informaron hace unas cuantas horas sobre su acción en el campo de batalla. Los infantes Igmit375, 379 y 381 me lo corroboraron. Destruir un tanque semilla es una acción que pocos hombres han logrado por si solos.

—Gracias, señor.

—Sin embargo, has quedado paralizado de cintura para abajo. Eso será un grave problema dentro del ejército.

—Lo sé, señor. ¿Quiere que elija la opción de usar el exo-traje?

—Yo no he hablado de ningún exo-traje, Billegt. Hay otra cosa que quería proponerte. Reconocemos que los exo-trajes no son útiles, y que son bastante torpes en el combate. Y esta guerra no la podremos ganar si somos lentos. Por eso vine contigo. Eres un hombre valiente, Billegt Harrison

, y te necesitamos en el frente. Te volviste (de formas que yo no entiendo) un símbolo para los reclutas. Si te mantenemos en el campo de batalla, lograremos que nuestros soldados agarren el valor y coraje que tu has demostrado.

—Entiendo, señor, ¿pero como podre volver al campo de batalla si tengo mis piernas lesionadas?

—Cirugía.

—¿Cirugía? —preguntó impresionado.

Moygt asintió.

—En casos como estos, es necesario aplicarla. Eres uno de los pocos hombres a los que los altos mandos te han considerado especial, Billegt. El mismo Porth Oradias Laigt ha ordenado que se te haga la cirugía para que vuelvas al campo de batalla.

—¿Porth Oradias? Imposible, él está en la Tierra. ¿Cómo se enteró de lo ocurrido aquí?

—Por los soldados, hijo. Te dije que te has vuelto un símbolo. No lo creí yo cuando lo vi, pero casi todos los soldados de esta nave te veneran como si fueras algún tipo de héroe.

Bille quedó boquiabierto.

—Tu nombre corrió tan rápido entre la flota, que ha llegado incluso hasta la Tierra. Incluso el Nan Targt almirante te ha elogiado.

—¿El Nan?

—Sí. Eres el primer hombre que veo que un gror de alto rango político y militar, te haya elogiado. De hecho, creo que él fue quien habló con el Porth Oradias.

—Esto…, me tiene sin palabras.

—Pues más vale que las tengas después de la cirugía, que tendrás que hacer un discurso ante los soldados.

—¿Cómo?, ¿un discurso?

—Sí, algo motivacional. Volverás al campo de batalla, y tus hombres ahora te ven como si fueras algún tipo de dios o yo que se.

—«Solo he destruido un tanque» —pensó Billegt.

—Bueno, eso es todo. Te veré en la sala de operaciones de la nave. Tienes un puesto especial de prioridad. Así que en cuanto estes ahí, serás el primero y único al que van a operar con prioridad. Incluso dejaran a los otros oficiales heridos solo para poder atenderte. Tienes un papel muy importante ahora, Billegt Harrison.              

Moygt salió de la estancia, cerrando la puerta tras él. Billegt estaba sumamente sorprendido, todo aquello parecía un sueño. ¿Por destruir un tanque había escalado tan rápido entre la jerarquía?, ¿era en serio venerado por sus tropas? Sería algo sumamente estúpido, si no fuera porque destruyó un tanque arziano. Una hazaña que solo se ha visto en tres ocasiones, y él era el cuarto.

Billegt sonrió. Su vida cambió, aunque no sabía si era para bien o para mal. Sea como fuere, aún le quedaba una esperanza a este muerto. Era un día más para él, un amanecer que le sonreía. Volvió a ver la ventana, y contempló el mundo en caos una vez más.

No sabía lo que se venía, pero lo iba a aceptar, sea cual fuere el enemigo.


Capítulo 2:
4-1C

“Hace eones que perdí mi humanidad. Me he vuelto una bestia sin sentimientos, ni corazón. Mato para seguir órdenes. Pero, ¿de quién? ¿A quien le he entregado mi voluntad, y la ha usado para quitarle la vida a otros?, ¿soy yo el verdadero monstruo, o es el que me da las ordenes?”.

-Infante desconocido. Escrito encontrado en el campo de batalla debajo de un cuerpo, se cree que este es el autor del texto. Se estima que se escribió cuatro horas antes de su muerte.

Un hombre, un soldado, un guerrero, se encontraba en mitad de un campo, rodeado de una abrumadora cantidad de cuerpos. La batalla había terminado, y él había logrado sobrevivir. Su armadura estaba fragmentada, partes como el antebrazo izquierdo, el tobillo derecho, la parte inferior izquierda de la espalda, y algo de su casco, se hayan desquebrajado, dejando a la vista la piel morena del portador. Su arma estaba frita: había disparado tantas veces que el cañón se fundió.

Inspiró profundo y observó una vez más su alrededor. Centenares, no, miles de cuerpos se amontonaban uno encima del otro y se esparcían por todo el mundo. Tantos humanos como grors estaban compartiendo su sangre en los lagos creados por esta misma. Los arzianos se encontraban aplastados en el otro extremo, enfrente del soldado. Era una división espeluznante. De un lado era un océano de sangre roja, y del otro era azul. Tanta muerte, tanto sufrimiento, tanto dolor.

Una voz sonó a su espalda. Volvió para encontrar al comandante de su unidad…, bueno, último comandante del ejército que seguía vivo. Era un hombre que portaba una armadura semejante a los demás soldados, pero de color amarilla, casi dorada. No traía el casco puesto. Su pelo era negro, su apariencia era fornida y su rostro era serio a más no poder; tenía demasiadas arrugas.

—Unidad, identifíquese —ordenó el comandante.

—Unidad98344-1C al servició, señor —respondió el soldado, quien se puso en posición de firme de mala gana.

—Unidad98344-1C reúnase con los demás supervivientes. La batalla ya ha finalizado, y tenemos que hacer un conteo de tropas.

El soldado se quedó quieto, y luego observó los cuerpos de sus compañeros.

—Unidad98344-1C, ¿me ha escuchado?

—Sí, señor.

El comandante se dio media vuelta, seguido por 4-1C, que sería respectivamente su nombre de unidad abreviado. Él estaba bastante sofocado por sus emociones, y por la sangre a su alrededor. La podía oler: era horrible. No existen palabras para describir con verdadero acierto el olor pútrido de los cadáveres y la sangre aglomerada en kilómetros.

Fue una batalla sangrienta. Sin embargo, no fue la peor. Quinientos mil hombres y grors fueron los que lucharon en esta batalla. Y ganaron. Eso se considera una “victoria” estratégica dentro de la Alianza. Por minúsculo que fuere, sí era una victoria: el mundo donde estaba ahora 4-1C era una luna de los arzianos, que ahora pasa a estar en manos de la Alianza. La única victoria “verdadera” que había logrado la humanidad este año. Las otras que podrían considerarse victoria han sido la defensa de Eridani Segunda, el asteroide 4-4-4-0, y la recuperación de un acorazado que estaba a la deriva en un campo de batalla dentro del sistema Uscarale III. Pero esta era la primera victoria considerable dentro de la Alianza. Una luna arziana, que fue determinada como “Lanza-B2”.

El terreno era una planicie en casi todo el satélite, a excepción de unas contadas montañas. La tierra era ridículamente áspera y de color marrón oscuro. Una vez más estaba anocheciendo. La luna contaba con pocas, por no decir nulas, plantas o vida a excepción de los arzianos…, bueno, ahora de los humanos y grors. Era un lugar que iba a ser colonia, o en teoría debía serlo. Pero ahora, lo más seguro es que se volviera un campo de mala muerte. Era certero que flotas arzianas intentaran recuperar la luna. Demonios, serían tal vez miles de flotas. Todo estaba perdido. Aunque fuera una victoria, iban a morir de cualquier forma. El soldado lo sabía. Todos lo sabían. Eran los superiores y oficiales los testarudos que no querían ver eso.

El comandante llevó a 4-1C hasta una colina que se alzaba a unos cien metros de la tierra; tenía varias salientes y depresiones en la escalada, lo que hacía ver imponente desde lejos a la colina. Era de piedra marrón, y encima de ella se situaba una base militar humana fabricada precariamente. Se sostenía por dos pilares delgados en la saliente de la colina, que observaba directamente el campo de batalla. El resto de la estructura era un tipo de cúpula hecha de piedra y metal, de unos doscientos metros cuadrados, casi una fortaleza. Ventanas ovaladas se situaban en la parte superior de la estructura, permitiendo que la luz entrara. En general, parecía bastante a una cúpula de una iglesia o una catedral.

 Un grupo de escaleras de color gris pizarra, que escalaba toda la montaña de forma casi perpendicular, conducía a la base. El trayecto estaba infestado de gente herida, o incluso de cadáveres de gente que murió antes de llegar a la cima. Rocas y algunos cuantos signos de vegetación se encontraba por ahí y por allá. Era una vista deprimente a pesar de la bella luz naranja del atardecer.

En cuanto llegaron a la parte superior, se encontraron con una doble puerta gris sin ventanas. La estructura era demasiado grande para los lados, pero parecía no tener función alguna más allá de hacer más grande la instalación. Un desperdicio.

El comandante abrió las dos puertas y tras él le seguía el joven soldado. Una vez dentro se quitó su casco, y pudo respirar aire fresco por su nariz una vez más. Esa breve sensación de respirar usando tus pulmones valía oro. Y aquí no olía ni a sangre ni a muerte. Era un lugar relativamente tranquilo. El piso era piedra lisa: no se había hecho muchos esfuerzos para construir algo en condiciones, solo usaron el entorno. Las paredes eran de metal, al menos las del interior. Las del exterior eran de piedra, y algún que otro panel de metal se asomaba por ahí para reforzar la estructura. La entrada se abría como una T: el pasillo de la entrada estaba rodeada por dos paredes que luego, al terminar el recorrido, daba a una gran sala de operaciones. Una barandilla de metal al nivel de la cintura separaba el primer nivel del segundo inferior. 4-1C se posó en la barandilla con ambos brazos, y observó que a la izquierda había una campaña médica, donde eran atendidos los heridos. A su derecha había una sala de operaciones militares: algunas cuantas computadoras y mesas holográficas se situaban en el lugar. Y en medio no había nada, más que almas vagando por ahí y por allá. Dos escaleras construidas sobre la propia piedra descendían hacia la planta inferior: se hallaban en los extremos de la estructura.

El comandante fue a su derecha, al lugar de operaciones. Bajo la escalera con prisa, y luego se situó junto a más hombres con barbas prominentes y blancas. Otros oficiales. Algunos eran tuertos, otros les faltaba alguna parte del cuerpo, y uno tenía la mitad de la cara quemada: capitanes de cuadrilla. Una contada cantidad de infantes se hallaba a un lado de ellos: los supervivientes del encuentro. Sí, solo veinte hombres sanos quedaban en todo el ejército. De quinientos mil a solo veinte…, los demás estaban heridos. ¿Cuántos? Menos de cien, sin duda.

―Ah, Lagigt, te esperábamos ―dijo uno de los oficiales, cuyo nombre era, por coincidencia, el mismo: Lagi. El añadido gt es un nombramiento militar. Indica tu estatus dentro del ejército.

―Lagigt ―contestó Lagigt Mawuen, el que no era de barba canosa―, he traído a todos los supervivientes de la batalla.

Lagigt, el anciano miró al chico que estaba detrás del comandante. Era un chico de piel morena, casi negra, de pelo corto y barba afeitada. Sus ojos eran negros, y poseía unos prominentes hombros que le hacían parecer una torre. Era un poco más grande que su comandante.

―Un gusto, chico. Eres de lo mejor que tenemos. ¿Cuál es tu nombre?

El chico iba a contestar, pero Mawuen intervino.

―Es una unidad, señor.

―Una unidad… ―repitió él de forma pausada―. Pensé que las unidades fallecían en combate. El único de los supervivientes, ¿eh? Bueno, entonces no importa. Puedes retirarte, ¿unidad…?

―Unidad98344-1C, señor.

―Puedes retirarte, 4-1C.

El chico asintió resignado, y luego se fue de la sala de operaciones. Se dirigía con los heridos. Mientras tanto, los oficiales volvieron a hablar.

―Pensé que todas las unidades morían ―comentó Lagigt, el anciano.

―Yo también ―añadió el oficial al que le faltaba medio rostro.

            ―¿Es un cobarde, Lagigt?

            Mawuen le miró a los ojos.

            ―No lo sé, señor. Lo encontré en el campo de batalla, era de los pocos supervivientes. Puede ver que su armadura está fragmentada. Dudo que haya sido un cobarde. Tal vez es solo un golpe de suerte.

            ―No sabía que los esclavos poseían suerte ―se burló uno de los oficiales.

            Una unidad era eso: un esclavo más. No poseían nombre, solo número.

            ―Sea como sea, debemos de planear algo ―inquirió Lagigt, el de la barba canosa―. Hemos capturado una luna, señores, una luna arziana. Van a querer recuperarla a toda costa, y deberemos…

            Lagigt quedó mudo. Vio a un hombre bajar las escaleras, uno bien vestido, que llevaba un gorro alargado de plumas blancas. Era el mismo comodoro Rokgt.

            ―¡Comodoro! ―anunció el oficial con el rostro quemado.

            Los demás oficiales se volvieron para verle. Se pusieron en posición de firmes.

            ―Comodoro, ¿Qué ha pasado? ―preguntó Lagigt.

            ―Ah, capitán Sorman. No ha pasado más que una victoria. Eridani Segunda es segura. Logramos expulsar a los arzianos del sistema.

            ―Increíble ―dijo uno.

            ―Y con la victoria de hoy, conquistando este mundo, no ha hecho más que aumentar nuestras preocupaciones.

            ―¿Preocupaciones? ―preguntó Lagigt Sorman.

            ―Sí, el mismo Porth Oradias me ha enviado.

            ―¿El Porth Oradias?, comodoro, ¿qué ocurre?

            ―Ocurre que…, creemos que los arzianos mandaran parte de su flota militar a la frontera.

            Algunos oficiales resollaron profundo, aterrados.

            ―Eso significa…

            ―Sí. Lo que nos hemos enfrentado no son más que exploradores. Diez años en guerra, y nunca nos hemos enfrentado a ninguna flota real de Arza. Me temo lo peor, señores.

            Los oficiales palidecieron.

            ―Señor, quiere decir que…

            ―Sí. Este mundo será el primero en ser atacado. Es una victoria, sí, sin duda que lo ha sido. Conquistar una luna arziana es uno de los pocos logros que hemos alcanzado en mucho tiempo. Pero me temo que la victoria tiene que durar poco. Tendrán que evacuar el satélite.

            ―Pero no podemos dejar que los arzianos se queden con este mundo. ¡Nos ha costado tanto! Tenemos que demostrarles a esos hongos lo que es el coraje. Defender este mundo a toda costa ―ladró Sorman. 

            ―Negativo, Sorman. Esta luna esta condenada. Hemos especulado que una flota gigantesca, una nunca antes vista, vaya a atacar la frontera en toda su extensión.

            Uno de los soldados ahí presentes, que no había participado hasta recién, preguntó aterrado:

            ―¿De cuentas naves estamos hablando?

            ―Miles. Por lo menos cinco millares de naves vienen hacia nosotros. Y ahora nuestra frontera es débil. Debemos reunir a la mayor cantidad de tropas posibles para formar una barricada impenetrable. Es la única esperanza que nos queda hasta que logremos hacer la paz…, o hasta que el proyecto Viento Impío se haya logrado.

            Los oficiales se quedaron mudos. Era la primera vez que se hablaba tan abiertamente del proyecto Viento Impío.

            ―Entonces debemos de abandonar esta luna.

            ―Sí, y les recomiendo que lo hagan rápido. No tenemos más de tres días para organizar la defensa. Aunque, hay algo que debo de comentaros: no podemos permitir que nuestros hombres vean nuestra debilidad. Las unidades son fáciles de lengua.

            Los ahí presentes asintieron.

            ―¿Y cuál será la excusa para dejarlos aquí? ―preguntó Mawuen.

            ―Convencedlos de que llegaran refuerzos, y que deben de proteger la base. Antes del amanecer llegaran nuevos refuerzos.

            ―Señor, con todo el respeto de la galaxia, dudo que se crean esa excusa. No son más que cien unidades las que tenemos aquí.

            ―Bueno, eso bastara para que duren un minuto contra los arzianos, ¿no? Y si no lo creen, oblíguenlos a creerlo. Eso es todo.

            ―Señor, ¿y que haremos con los soldados?

            El comodoro volvió para ver a los veinte soldados que ahí había. Los únicos que se podían considerar “hombres libres”.

            ―Volverán con nosotros. Son valiosos para nuestra causa.

            Sorman entrecerró los ojos.

            ―¿Y los esclavos no lo son?

            ―Son prescindibles, Sorman.

            ―Si fueran prescindibles, no los estaríamos usando a la desesperada.

            El cómodo resopló, molesto. Sonreía pero estaba bastante alterado.

            ―Sorman, son unidades. No tienen valor alguno. Deja de defenderlos, además, son hombres muertos.

            ―Considero que debemos de usar a todas las tropas posibles para defender el frente. Serán cien, sí, pero esos cien nos ayudaran en la verdadera batalla que se viene.

            ―No son necesarios. Hemos convertido a mujeres y niños de los planetas marcados, como más unidades.

            Los capitanes abrieron los ojos. ¿El comodoro Rokgt en serio acaba de decir eso…? No lo pensó. Bajo sus emociones dijo algo que no debía.

            ―¿Disculpe, comodoro? ―preguntó lentamente Sorman.

            La sonrisa de Rokgt desapareció.

            ―Lo que escuchaste, Sorman. Los volveremos unidades, les guste o no.

            ―Comodoro…, ¿volver esclavos a niños y mujeres? ―dijo el oficial con la cara quemada―. Eso está fuera de lo que nuestra moral dicta. Incluso el primer ministro negó que se pudiera hacer eso cuando se comenzó a usar a las unidades…

            ―El primer ministro, el primer ministro, ¡el primer ministro! ¿Sabes quien ha dado las ordenes para reclutar a esas criaturas? El mismo Porth Oradias. ¿Por qué defendéis a esas cosas? No hay diferencia entre ellos y los hombres. No tienen derechos. No son como nosotros.

            ―Son humanos, señor ―replicó Sorman.

            ―¿Humanos? ―dijo lentamente el comodoro, irritado―. Esas cosas no son ni siquiera personas. Te has vuelto débil, Sorman. Tal vez debería de dejarte aquí junto a ellos para que mueras.

            Sorman guardo silenció.

            ―Eso era lo que suponía. Tiene solo treinta minutos antes de que nos larguemos de aquí.

            Los capitanes asintieron a regañadientes. Aunque las unidades, los esclavos, no fueran más que eso: material desechable, sentían empatía por ellos, y más cuando han sido los guerreros que han luchado por la humanidad y no han intentado huir.

En el otro lado de la sala, hace unos diez minutos, se encontraba 4-1C observando a sus compañeros heridos. No sabía sus nombres, ni numero de asignación, ni quienes eran ni nada: solo sabía que eran iguales a él. Eso era suficiente como para verlos como hermanos de armas. La vista era algo lamentable: muchos de los soldados ahí presentes estaban en el suelo o en camas, casi todos con una gran cantidad de vendas por todo el cuerpo; algunos la tenían en las cabezas, dejándoles parcialmente ciegos o en su totalidad, otros tenían vendas en sus brazos y piernas, algunos más en todo su tórax, y unos pocos en todo el cuerpo.

Aproximadamente diez de ellos les faltaba alguna parte del cuerpo: pies, manos, un ojo, o hasta el codo. Lo más horrible era ver a los hombres que les faltaba el codo: aún tenían el resto de su brazo, que se mantenían unido gracias a la piel, mas no por los huesos. Es muy difícil explicar como era, pero lo más simple es: el hueso del codo, aquella parte puntiaguda que sirve para flexionar nuestro brazo, había desaparecido. No fue extirpada del cuerpo por una operación médica, no, era porque en el campo de batalla lo perdían. La munición arziana les quemaba aquellas partes, derritiéndoles el hueso: podías ver el hueco en la piel, un hoyo terrible de color carbón.

Algunos pocos se sostenían con muletas: eran los que en mejor estaban. Dios, lo que eran capaz de provocar los arzianos y sus armas. Solo 4-1C era el único que no había sido herido en combate. Su armadura estaba muy fracturada, sí, pero no sufrió herida alguna. Algo…, extraño cuanto menos.

Había un caso curioso entre los heridos: ¡un gror! Una criatura alta, de por lo menos un metro con ochenta, de piel escamosa y roja, con protuberancias en la cabeza semejantes a pequeños cuernos. De lengua larga, ojos semejantes a los gatos, de cuatro dedos: un pulgar y tres normales. Poseían unas cuantas cualidades que les distinguían de ser simples humanoides: se apoyan en las falanges de los pies. No eran seres precisamente estables, pero eran rápidos, y podían solucionar su problema con la armadura que les otorgaba aquella carencia.

Sus armaduras, a diferencia de las humanas, eran grandes, más holgadas, cuello de tortuga, y mucho, pero mucho más oscuras. Sus hombreras eran prominentemente puntiagudas, haciéndoles parecer el triple de intimidantes. El peto era triangular: crecía desde los bordes como una montaña hasta llegar a la parte central inferior del pecho. Las piernas en general parecían estar desprotegidas, pues eran tubos conectados entre sí que formaban una apariencia casi igual a una torre de comunicación: pero el chiste estaba en eso, parecer inofensivas; aunque en realidad eran terribles piezas que balanceaban el cuerpo de los grors, y que eran protegidos por un escudo de electrones que se hacia visible cuando otro electrón le tocaba: cualquier cosa que estuviera compuesta por átomos. Y el cuello, como ya se ha dicho, era de tortuga: una capa de tejido negro, de textura plástica, les crecía por el cuello hasta llegar a la parte inferior de la mandíbula, dejando un solo hueco debajo de la barbilla de unos cinco centímetros en forma de U. Una exquisites para quien lo viera.

Los grors, como era usual, son mucho más fuertes que los humanos, y más mortíferos. Por cada diez humanos había un gror, aunque esto no significaba nada, pues ellos eran fieros combatientes. Uno solo de los grors, uno bien entrenado, podía matar hasta quince arzianos si se lo proponía. Eso era una ventaja brutal en el campo de batalla. Pero los grors eran imprescindibles: no se usaban en cualquier lucha. Por ejemplo, en la batalla de Eridani Segunda solo se desplegaron mil grors. Y en esta contienda no se tuvieron que desplegar ninguno…, o eso se suponía.

El esclavo le miraba extrañado. El gigante alíen no tardó en percatarse de su presencia y de su mirada; le sonrió.

―¿Todo bien, camarada? ―preguntó el gror. La mandíbula de estos era muy semejante a la humana, solo que con un par de tentáculos en los bordes del labio superior, de unos tres centímetros cada uno.

―Sí, todo bien, ¿y tú?

―Me curaré. Solo es una herida en el pecho, y algo de metralla en mi espalda.

―Suena doloroso.

―Pues se siente tal cual como se oye. No puedo doblar casi nada mi espalda si no quiero que mi columna se corte por algún trozo de ese metal desquiciado y luego morir de la forma más estúpida que haya visto jamás un gror. ―Los grors, como era de esperarse, se autoproclamaron de esa forma, y significaba: relativo al lodo, es decir: proveniente del lodo.

―Lo siento. ¿No hay nadie que te este atendiendo?

―Hace unos cuantos minutos un par de los tuyos vinieron a revisar y curar lo que era más importante, para no dejar marca ni tampoco causarme ninguna secuela: pero la metralla sigue ahí. Solo sacaron las piezas más grandes. Y luego se fueron a atender a otros humanos que estaban peor que yo.

―Sí, puedo ver que muchos están en terrible estado.

―Horrible lo que causa la guerra, ¿no lo crees?

―Sí, lo creo. Aunque ni yo sé por qué estamos aquí, luchando.

―Lo mismo me he preguntado. ¿Cuál es el propósito de esta guerra?, ¿matar a la mayor cantidad de nuestro pueblo que sea posible antes de verse forzados a suplicar perdón? No lo entiendo. Los Nan’Gat no han intentado nada para detener la guerra, ni tampoco los políticos tuyos lo han hecho. ―Nan’Gat es un poder político similar a presidente, con algunos cuantos añadidos de poder, como la posesión de tierras y el control sobre flotas de batalla.

―Creo que no hay propósito. Luchamos como un perro moribundo.

―Si no lo hay, entonces puedo decir que soy feliz pidiendo tener un mínimo de sentido conociendo a gente como tú. ¿Cuál es tu nombre? El mío es Arfadé’z.

El hombre suspiró.

―4-1C.

El gror cerró sus dos ojos como si estuviera esperando una broma, después de un par de segundos los abrió.

―¿Disculpa? No sabía que los números son nombres.

El gror rio.

―No tenemos un nombre propio, Arfadé’z.

―¿Qué?, ¿los humanos no tienen nombre propio? Que yo conozca, eso es mentira. He conocido a una gran cantidad de hombres de nombre: Manusgt, Langusgt, Leonidgt; y otros raros: Alfonsgt, o Renagt. Por lo qué, el añadido de la gt es algo militar, por lo que los nombres reales son: Leónidas, o Renato, ¿no?

―Sí, estás en lo cierto. Pero esos son hombres de libre voluntad. Yo, al igual que todos los demás que estamos aquí, somos unidades.

―¿Unidades? Nunca escuche de ellas, aunque he visto varios de los de tu tipo en el campo de batalla.  

―Somos esclavos ―murmuró 4-1C; su tono era muy triste, apagado.

―¿Esclavos? Oh por…, no sabía que los humanos esclavizaban a otros de los suyos. Creía que eso estaba abolido desde… ¿Cuándo fue que vivió la reina Isabel católica?

―No lo sé, ni siquiera me suena su nombre ―hizo una pausa breve tras inspirar profundo―. Solo sé que estoy aquí para luchar. No para hacer nada más.

―Mis más profundas condolencias, amigo mío. Pero supongo que alguna vez has tenido un nombre, ¿no? Antes de que te quitaran tu libertad.

4-1C se quedó pensando. No recordaba aquel nombre de hace…, oh por Dios, si es que no era un esclavo hace más de dos semanas, ¿y ahora no era capaz de recordar siquiera su nombre? No, sí lo hacía. Pero se le había oprimido tanto aquel pensamiento, que era difícil llegar a él. Iba hablar, pero entonces el comandante Lagigt Mawuen llegó con ellos. Instantáneamente la mayoría de los heridos voltearon a verle.

―Reclutas, soldados, guerreros, tenemos noticias del frente: estamos ganando. Se ha logrado la defensa de Eridani Segunda, y se ha logrado otra victoria en otro planeta: Lanza-1. Sí, el mismo planeta del sistema más cercano ―varios reclutas vitorearon ante sus palabras―, pero, ahora tenemos una lucha en otro sector: Hades II, y tenemos una fuerte contra ofensiva arziana. Podéis estar tranquilos: ninguna nave del Arza’Damnius llegara hasta vosotros. Y dado vuestra condición actual, no podremos llevaros al campo de batalla. Están de suerte. Esperaran aquí, en este mismo planeta, hasta que os halláis recuperado y una nave corbeta venga a recogeros.

Más hombres vitorearon. Sería su primer descanso en varios días…, o eso creían.

―Es todo un honor tener a soldados de vuestro calibre entre nosotros, caballeros. Y es por ello que los esperaremos en el campo de batalla, para vengar a nuestras familias, hermanos y hermanas, y a nuestro mismo pueblo.

Algunos hombres ingenuos chiflaron y aplaudieron. Eso hizo sentirse orgulloso al comandante.

―Hasta la próxima, soldados.

Los reclutas se despidieron de la misma forma que él. Excepto 4-1C y el gror, quienes se quedaron mirando con aires de desconfianza. Una vez que el comandante se fue y subió las escaleras, donde le esperaban los demás oficiales, se dirigieron las miradas.

―¿Crees en algo de lo que dijeron? ―preguntó Arfadé’z

―No ―dijo el esclavo, quien suspiró resignado―. ¿Sabes lo que nos espera, verdad?

―Sí. Aunque será mejor esperarlo conociendo a un nuevo amigo, ¿no lo crees?

4-1C asintió. Luego le miró a los ojos durante unos breves instantes. Volvió su mirada hacia el exterior, hacia aquel campo de batalla del que sobrevivió.

―Miguel. Me llamó Miguel.


Capítulo 3:
La Carga

He escuchado los ecos de mi memoria sofocándome, aplastando lo poco de hombre que me queda. ¿Pero acaso me queda algo de humano? Me he convertido en una bestia, en un ser sediento de sangre, sediento de venganza, sediento de muerte”.

-Soldado de ksksskks de la infantería ksksskskskk. Encontrado en un diario holográfico dentro de su habitación doce horas después de su fallecimiento espontaneo. Causa de la muerte: desconocida.

Billegt se encontraba en uno de los pasillos de la fragata. Avanzaba en silla de ruedas. Era lento, pero firme en su avance. Iba a realizar la operación, oh que sí lo iba hacer.

            El pasillo era brillante, de unos cinco metros de ancho y dos de alto. De metal reluciente con acabados de gris y plata con tonos blancos. El techo era iluminado desde el borde que lo separaba con la pared por una hilera casi infinita de micro focos de luz blanca. Y él avanzaba por ahí, casi solo. En ese momento no había casi ningún solo recluta, soldado u oficial que transitara. Sin embargo, a los pocos minutos, un hombre apareció por el otro lado del pasillo, al fondo, a donde se dirigía Billegt. Este iba vestido igual que un recluta, que una unidad: el traje verde opaco con rayas negras distribuidas de forma aleatoria por la camisa y pantalón. El hombre estaba rapado y portaba en su mano un emparedado recién hecho. Al ver al héroe Bille, el recluta se sobresaltó, abrió los ojos de par en par y volvió a entrar por la puerta que se encontraba detrás de él, emocionado. Se oyeron gritos a los pocos instantes, y una manada de hombres salieron al pasillo. Eran diez. Diez reclutas uniformados que salieron al encuentro de su superior. Lo rodearon y sonrieron de formas extrañas.

            —¡Capitán! —alardeó uno.

            —Sí es el mismo Billegt, ¡que Dios nos ampare!

            —Señor, señor, ¿por qué tenemos el agrado de verle aquí? —preguntó uno, el mismo calvo de antes.

            Billegt abrió mucho los ojos, pues no creía lo que decían: Moygt tenía razón, lo consideraban un héroe. Los reclutas, los soldados, los mismos hombres con los que había luchado no hace mucho. O quien sabe, si eran nuevos reclutas que escucharon sus hazañas, o tal vez eran soldados de otras compañías y brigadas, pues el ejército se dividida en un gran número de compañías, brigadas, Cor-unidades ―grandes sectores que dividían a las unidades en miles o decenas de miles―. Y ahora estaban ellos ahí, venerándole, vitoreando, considerándole casi una deidad. Más de uno le pidió su favor. ¿Su favor?, ¿creían que era un santo? Pues, parecía que sí.

            Los hombres no tardaron en ayudarle, pusieron sus manos en la silla de ruedas, y lo dirigieron con entusiasmo hasta el comedor. Atravesaron las puertas con mucho ruido, y fue mayor el escándalo que se liberó cuando él apareció delante de los hombres. Miles de voces gritaban y aplaudían. Dios, sí que lo tenían en alta estima. Por eso era tan importante ahora. Era un símbolo para las unidades. ¿Pero qué fue lo que hizo?, ¿sobrevivir a una granada, a una explosión y destruir un tanque? Si era por eso que los hombres aplaudían, Bille perdió la fe en la humanidad, si es que alguna vez la tuvo.

            El soldado calvo lo condujo hasta el centro de la sala. Los demás se apartaban de su camino mientras seguían aplaudiendo, gritando y chiflando. Era un espectáculo que él no merecía. 

            El comedor era grande, muy espacioso, de casi trescientos metros cuadrados. Por lo menos había una centena de mesas y el doble de bancos de color plateado y gris que atendían a las tropas. El suelo era plata a más no poder, con bordes negros de un centímetro que se separaban por cada metro. Al fondo, a la izquierda, se encontraba la cocina, o lo que se supone que era la cocina: un pequeño cuarto automatizado por máquinas con forma de brazos que servían la comida: puré de patata, un clásico. 

            Billegt ahí relucía como una estrella, y no era solo por ser el único en silla de ruedas, y es que los hombres dejaban un espació entre ellos y el capitán. Era curioso. Aunque esto no tardó en cambiar, pues un hombre de entre la multitud salió. Llevaba un parche en el cachete, y tenía una verruga encima de su ceja derecha. Billegt entrecerró los parpados, le sonaba de algo ese hombre. Era de tez blanca, alto, más que él, de pelo negro y de ojos cafés.

            ―¿582? ―preguntó Billegt―. Sí, ¡eres él!

            ―¡Capitán! Es un honor volver a verle de una pieza ―contestó el hombre. Era uno de los supervivientes de su unidad. Uno de los tres soldados que sobrevivieron.

            ―El honor es todo mío, amigo.

            ―Para nada, el honor es nuestro. Es toda una inspiración para nosotros tenerle aquí, señor. Sobrevivir a los arzianos, salir de ese modo de las trincheras. ¡Por Dios! Lo hubieran visto ―dijo en voz alta para que los hombres le escucharan―. Fue como un tigre que salió por su presa. Nunca había visto más coraje en mi vida que con Billegt, el héroe. Destruir un tanque. Saltar de la trinchera. Enfrentarse a los arzianos cara a cara. Por favor, ¡tenemos a un auténtico héroe de la guerra!

            ―Espero y no volverme un mártir ―susurró Billegt.

            ―¿Un mártir? Con usted a nuestras espaldas, ¡qué podrán hacernos los arzianos! 

            Los hombres volvieron a vitorear. Había algo pesado detrás de las palabras de aquel soldado, algo importante.

            ―Lo hubieran visto, todas sus hazañas y victorias que ha logrado. ―Eso era cierto. Billegt no solo tuvo el logro de derribar un tanque, no, también era alguien ya valiente desde hace tiempo―. Cómo la vez donde ascendió a sargento. Era la batalla M-89 del planeta Gr-781. Estábamos en un infierno verde, en una trinchera, rodeado hasta reventar de arzianos. La tierra era áspera y negra, y el cielo estaba por sumirse en la noche. Diez alienígenas saltaron a las trincheras. Nadie se lo esperaba, pero entonces salió él, Billegt, y los mató.

            Las tropas estallaron en aplausos y chiflidos.

            ―Y no es todo. Una vez, en el sistema Narvadus-2, durante una batalla espacial, el sargento Billegt logró repeler, él solo, a toda un avance de los arzianos en el crucero Batalla del amanecer.  Lo habían invadido desde los hangares, y ahí él resistió oleada tras oleada de enemigos. Después de eso lucho en más y más batallas, sobreviviendo a todas. ¡Por Dios! Sí él debería de ser el Porth Oradias.

            El soldado siguió contando historia tras historia de Billegt, claro casi todas exageradas y con mentiras, había algunas que él no recordaba. Pero si había algo de cierto en las palabras de aquel hombre eran las siguientes: héroe. Harrison se volvió un auténtico héroe para muchos, y ahora sus hazañas solo le habían hecho escalar más. Pero aun así había algo que no cuadraba del todo: el tanque. Sí, que era una hazaña tan poco vista que era como encontrar una aguja en un pajar, pero ¿escalar al punto de volverle capitán de cuadrilla? O es más: realizarle una operación para volver al campo de batalla. Nunca había escuchado algo así, que ningún hombre, ni siquiera los mismos generales o comandantes, eran privilegiados para recibir tal tipo de tratos. Algo le olía mal.

            ―Billegt, ¿por qué tenemos el agrado de poder verte aquí hoy? ―preguntó 582.

            El mundo se paralizó alrededor de Harrison. Esa pregunta fue como ver alguien apuntarte con una pistola. La sonrisa del hombre enfrente de él, junto a los demás soldados que le veían, le hicieron sentir los pocos segundos que tardó en contestar como una breve eternidad. Hasta que contestó.

            ―Enfermería. Iba a ir a la enfermería.

            582 se sobresaltó.

            ―¡Haberlo dicho antes! Por favor, por favor, deja acompañarte. Una leyenda como tú no debe de tardar en llegar allá.

            Luego de esas palabras agarró la silla de ruedas por la espalda y la empujó, llevando al capitán fuera del comedor, por otra puerta que conducía a un pasillo que llevaba, entre tantas cosas, a más lugares de la nave. Cada fragata es capaz de transportar alrededor de cuatro mil hombres, y en aquel momento había casi dos mil almas en el comedor, que veneraban al capitán leyenda.

 Las demás unidades estaban en otros trabajos: entrenando, descansando, o preparándose para morir. En general las tropas tenían, de manera obligatoria, que entrenar más de cinco horas al día en simuladores, y cualquier momento era bueno para hacerlo. Así que lo demás hombres estaban en salas grandes de la nave, espaciosas, vacías, donde ellos entrenaban de forma virtual. Algo que era barato, y que les daba a los hombres bastante experiencia.

Pero había una razón de todo esto, y no era nada buena. Billegt conocía bien todo esto, llevaba ya casi un año en el ejército (uno de los veteranos más antiguos vivos), y sabía la situación de la guerra. No iban perdiendo, les iban dando una paliza. Necesitaban a muchos hombres; pero no podían mandar a cualquier matado al campo de batalla, no; esto no era como las guerras antiguas donde podían mandar campesinos y hombres analfabetos que en su vida escucharon la palabra “rifle” a la guerra, aquí cada hombre debía de rendir al 110%, y si eso significaba dedicar recursos a volver hombres normales, tropas que en antaño podían considerarse de elite, a simple carroña, entonces debía de hacerse. Y eso era lo que pasaba: las unidades, los esclavos que eran reclutados de las colonias fronterizas, o de algún planeta desafortunado en general, tenían que entrenar día y noche de forma virtual para volverse máquinas de matar. Sí, las unidades más básicas del ejército, la basura, eran hombres tan letales que serían vistos como semi-deidades en el mundo antiguo, antes de que se descubriera el viaje espacial.

Aunque había algo que no cuadraba del todo. Billegt rara vez veía en el campo de batalla tanques, o vehículos artillados, o algún blindado…, era extraño. Nunca se atrevió a interrogar a ninguno de sus superiores, principalmente por miedo a ser ejecutado, pues la brutalidad del ejército era mucha, y muy estricta. Y…, las unidades eran las tropas más empleadas. Incluso los soldados, los rasos, los más comunes que se supone que deberían de ser en un ejército, eran rara vez vistos. Un raso, por mera definición, poseía mejor entrenamiento y equipo que una unidad, así que ellos se podían considerar auténticos marines del espacio. Pero incluso ellos estaban lejos de ser la elite de la Alianza. Los Petra Soldar son las verdaderas fuerzas del groso de la Alianza…, y nunca han sido vistas en batalla. Soldados hechos para la guerra. Legiones de los más letales guerreros de la galaxia. Se dice que cuando los arzianos intentaron invadir KA-456, sistema del núcleo de la Alianza, a solo setecientos años luz de la tierra, los Petra soldar fueron empleados. En solo cinco horas la flota arziana se vio obligada a huir en desbandada. O al menos eso contaba las leyendas.

La verdad sea dicha: Billegt no creía que los Petra existieran, ni tampoco los soldados rasos. A la mejor eran pocos, unos cuantos para ser desplegados en conflictos terribles. Pero quien sabe. La galaxia es demasiado basta para ser juzgada por un simple oficial de combate.

582 lo condujo por los pasillos, avanzando por un par, hasta que Billegt tomó conciencia de sí.

―Puedes dejarme aquí. Yo continuare mi camino.

―¿Estás seguro? Puedo seguir y dejarte ahí en la enfermería, estamos cerca.

―Estoy seguro. Gracias por ayudarme, chico.

―Para mí es todo un honor, señor.

Después de eso, el soldado se fue del lugar. Harrison lo siguió con la mirada hasta que se perdió en una esquina que llevaba de nuevo al comedor. Billegt tenía ahora una fuerte carga sobre sus hombros: las tropas ya no lo consideraban otro como él; lo veían como un héroe, como un salvador, como alguien superior digno de alabanza. Eso significaba solo una cosa: si volvía al campo de batalla, tendría que liderar como nunca antes había hecho. Una carga que debería de soportar hasta el día de su muerte. Pero no se sentía alegre…, se sentía temeroso. ¿Cómo iba a lograr todo eso? Tal vez moría en el primer asalto, y todos sus hombres se desmoronarían, y el ejército sufriría la derrota por la muerte de un solo hombre. ¿Valía la pena en realidad hacer todo esto?, ¿y si la cirugía no le servía para nada? Era difícil, y él se sentía solo ante este universo enorme. No poseía compañeros, pues sería el primer capitán de cuadrilla en entrar al campo de batalla, ni tampoco los superiores le acompañarían, solo le veían como otra rata más. Sus inferiores lo verían con tal autoridad que si muestra debilidad, o inseguridad, todo se va al carajo con él.

Así que era esto: estar solo. Afrontar todo lo que se venía. Él estaba decidido a luchar contra lo que se viniera, pero ahora cuestionaba si tenía la fuerza para hacerlo. Era un hombre en silla de ruedas, que era venerado por soldados que eran esclavos, y sus oportunidades en el campo de batalla, en vez de agrandarse, se hacían cada vez más frustrantes y pesadas. ¿Era capaz de soportar todo eso él solo?, ¿ver sus hombres morir porque confiaban en él? Podía qué tal vez él muriera, pero eso no le importaba demasiado, si es que fuera un soldado más. Pero no. Ahora si moría, llevaría a muchos otros con él. Podía ser egoísta en su interior, podría considerar a esos hombres como inferiores a él, pero de cierto hay algo: no quería ver a sus tropas morir. No quería permitirlo. Y no lo iba a hacer.

Respiró hondo, cerró sus ojos y vuelto con la fuerza de su voluntad, se volvió y continuó su camino a la enfermería, que se encontraba cerca, a girar a una esquina.

Prosiguió con su decisión: tenía que afrontar lo que se viniere encima, ya sea todo un ejército, o incluso a los demonios.  Era probable que moriría en el intento, pero era eso o rendirse aquí y ahora. Y él era más fuerte que eso. Sobrevivió a un tanque, sobrevivió a un asalto, sobrevivió durante horas a un asedio de una raza alienígena de proporciones apocalípticas. ¿Esto era una amenaza para él? No, era solo una piedra más para superar. Aunque había miedo en él, aprendería a superar ese miedo, a dominarlo y volverlo un aliado. Billegt no era el tipo de hombre que se podría considerar perfectos, pero era de los pocos testarudos que cuando se prometía algo, lo iba a hacer cueste lo que cueste.  Si perdía una pierna, hecho; si perdía los brazos, adelante; si perdía incluso su mente, que así sea, pero no iba a dejar que su espíritu se quebrara. Y ya lo había hecho: en el combate, cuando estaba él solo contra todo el ejército arziano. Tres hombres en su espalda, tres vidas a su mando, y todos los demás en la retaguardia. Y aun así, en esa evidente batalla perdida, salió a dar todo para defender lo poco que tenía. Sus tropas no eran esclavos, no eran números que podías catalogar y poner junto a otra gran cantidad: eran hermanos, y cada uno de ellos valía todo. Una familia. Una fortaleza. Una esperanza.

            Iba a dar ya la vuelta y adentrarse a la enfermería. Escuchó unas voces. Se detuvo antes de dar la vuelta, pues había algo raro en esa conversación, algo que le hizo querer escuchar.

            ―¿Crees que sea buen candidato para el proyecto?

            ―No lo sé. No creo que sea capaz de formar parte de los demás. No creo que tenga la fortaleza para hacerlo.

            ―Yo creo que sí la tiene. Sobrevivió a la explosión de unas granadas, y siguió vivo para contarlo. Yo sí creo que puede formar parte de los Rayo.

            ―Estupideces, Moygt. Lo ven como un héroe,  pero solo destruyó un tanque para luego desmayarse en pleno capo de batalla. Sobrevivió gracias a la llegada de los bombarderos.

            ―¿Y todos los demás no han hecho lo mismo? Los demás reclutados son también otros como él. No creo que ni el mismo dragón negro hubiera sobrevivido a los batallones arzianos después de que perdiera su brazo izquierdo y…, la mitad de su cabeza.

            ―Mira, todos los demás lo ven como un tipo de deidad, incluso lo respetan más que a nosotros. ¿No ves a esos hombres? Hace unos momentos estaban gritando por su nombre, alardeando de él. Si muere, todos ellos se retirarán en desbandada, o peor: se revelarán. Si muere, se convierte en un mártir, y nos intentaran atacar.

            ―Yo no estaría seguro de eso, Faurgt. Lo respetan, sí, pero no creo que lleguen al punto de crear una rebelión por eso. Además, ya te dije: es un perfecto candidato para el proyecto.

            ―Más vale que tengas razón, Moygt. ¿No se te hace raro que dejaran de gritar? Tal vez ya viene para acá.

            ―Sí, no creo que tarde mucho.

            Entonces Billegt continuó su camino. Giró la esquina y se encontró con aquellos dos hombres: Moygt, el mismo con el que había hablado hace no mucho, y otro hombre: Faurgt, el mismo capitán de nave, la persona de mayor autoridad en la flota ahí presente. Era casi un almirante en toda regla. Los dos hombres se quedaron mudos al verlo acercarse, y se mantuvieron serios.

            —Señor Billegt, le estábamos esperando —anunció Moygt cuando estuvo lo suficientemente cerca para saludarle sin que gritara.

            —¿Esperándome?, ¿por qué?

            —Le había dicho sobre la importancia de está cirugía, ¿verdad? Así que personalmente estaremos ahí, ayudando en lo que podamos.

            —«No sabía que los oficiales podían ayudar en labores médicas» —pensó Billegt—. De acuerdo, ¿y ya está todo listo?

            —¡Por supuesto! Por favor, adelante, sígame. —Dio media vuelta y se adentró por unas puertas dobles que dejaban entrar a un pequeño cuarto, no mayor a los quince metros cuadrados, con una gran mesa de operaciones en el medio, con una forma semejante a una silla acostada. Alrededor esta se encontraban unos cuantos hombres vestidos de blanco y con cubrebocas de metal, tecnología punta. En sus manos portaban diversos instrumentos para realizar la operación…, eran demasiados y muy complejos para una simple operación de vertebra. A unos cuantos metros de los hombres, y pegados a las paredes, se encontraban diversos equipos médicos y computadoras que chisporroteaban colores verdes y amarillos: algunos eran objetos para medir la estabilidad del sujeto, y otros eran de carácter desconocido.

            El cuarto era iluminado especialmente en el centro, arriba de la mesa de operaciones donde iba a posarse Billegt. Era una luz blanca, bastante siniestra; y los bordes de la sala eran apenas iluminados por los brillos que salían de las computadoras.

            Espera, había algo más en esa oscuridad… ¿era…? El capitán no lo vio, pero más hombres se encontraban en la sala. Siluetas oscuras que se camuflaban tan bien, que solo alguien con ojo de lince podría verlas.

            El ambiente era raramente pesado. Billegt lo sentía. Era una sensación de peligro inherente, de algo que te pide que te vayas de ahí; un sexto sentido que tienen todos los humanos.

            Con ayuda de Moygt, fue hasta el centro de la sala, donde los médicos lo pusieron en la mesa de operaciones. Aunque era algo raro. Moygt se apartó unos cuantos metros y se puso a un lado de Faurgt, y a un lado de estos dos había…, ¿un tercero? Oh Dios, sí. Era alguien más, alguien mucho más alto que ellos dos y que estaba sumergido en las tinieblas. ¿Era un demonio? No, era un mal augurio. Billegt lo sentía. Algo no marchaba bien en esto.

            Los médicos alzaron sus equipos para la operación. Una de esas cosas era larga de metal, parecido a una jeringa, pero muy grande, y con algunos cuantos artilugios que le salían de la base a forma de tentáculos, y algunas luces le recubrían la punta.

            Iban a empezar. El sonido de las maquinas alineándose, los médicos alzando la voz para comenzar con la operación.

            —… sigan con el protocolo, no dañen ningún órgano de importancia; añadan el segundo corazón cuando lo indique. Y no se les ocurra poner anestesia…

            Esas fueron las palabras de un hombre vestido de blanco pero que no llevaba cubrebocas, era el médico encargado de la operación. Seguía hablando, pero Billegt ya no le puso atención. Lo había entendido muy tarde. Esto no era una cirugía, esto era algo peor… Algo que nunca se imaginó.


Capítulo 4:
El Fantasma

La sangre me baña, me rodea y me engulle. Estoy en un océano rojo que me ha envuelto y ahora yo soy parte de él. ¿Sigo vivo?, ¿por qué todo ahora me parece tan indiferente? Mate a un niño hace unos días, y no sentí nada, ni he sentido nada. ¿Por qué he perdido mi humanidad?

-Comunicación interceptada de una tropa anónima que iba dirigida a un psicólogo. Se tiene registro de haber asesinado a varios inocentes en un pueblo de un planeta donde se reclutaron más unidades. Nombre clave: Zeus.

El sol estaba saliendo por el horizonte. Iluminaba tenuemente la base provisional de las unidades abandonadas; aquel mismo lugar que estaba encima de una colina. Hace unas cuantas horas los oficiales abandonaron la luna, y dejaron a las tropas a su suerte. La noche había sido rápida: menos de tres horas. La rotación del astro era peculiar, pues el día duraba más que la noche. Un fenómeno que, si los científicos lo descubrieran, pondría en jaque muchas ideas de la física y cosas que creíamos ciertas. Pero, gracias a la guerra, eso no va a pasar y está luna pasará al olvido… O eso se cree.

            Las tropas estaban observando el amanecer. Poseían aún el equipo médico, así que seguían ayudándose uno al otro en sus labores. Algunos llevaban cajas de un lugar a otro, unos cuantos no hacían nada más que dormir, y un puñado de ellos estaba en las afueras de la instalación, en el balcón, observando la estrella que nacía en el horizonte. La luz era naranja, bastante bella, con una paz y calma tan grande que pocos podrían no suspirar aliviados. Incluso en la guerra había esperanza, y un amanecer más era la esperanza ellos. Habían sobrevivido a la noche. Miguel, quien se encontraba en el grupo del balcón, no lo creyó, pero era cierto: seguía vivo. Pensó que durante la noche iban a ser atacados, ya sea por las fuerzas arzianas o por sus propios aliados. ¿Por qué no? Eran unos lisiados, un grupo sin esperanza, perros moribundos; todos menos él. Un caso excepcional. Las demás tropas susurraban y conspiraban contra él. Muchas no eran audibles, pero algunas otras eran obvias y claras: “¿cómo sigue de pie, ileso?”, “¿acaso peleó en la batalla, o se escondió como un cobarde?”. Incluso había un loco que lo llamaba demonio. Sí, por increíble que parezca lo llamaban como tal; consideraban que su supervivencia era imposible. Pero la verdad es que nadie sabe cómo es que sobrevivió, no hay testigos vivos que lo vieran en el campo de batalla: todos los que lucharon en su sector murieron. Todos menos él. Y no se atrevía a contar lo sucedido.

            Arfadé’z estaba a su diestra, con la espalda recuperada. Ya no tenía que estar quieto como un cuadripléjico esperando a que la metralla no lo matará. Él también se preguntó como Miguel, una simple unidad, sobrevivió después de esa batalla.

            Habían congeniado bastante bien. El gror encontró varias similitudes y gustos que compartía con el humano, algo rara vez visto. Aunque los grors y humanos compartían un mismo objetivo, era difícil que sus miembros se llevaran bien. Las amistades más comunes eran entre oficiales u hombres de alto rango. Pero no entre simples soldados. Aunque los grors, dado a su cultura, eran muy fieles a sus amigos.

            ―Miguel, una pregunta ―dijo Arfadé’z―. ¿Hace cuánto que formas parte del ejército?

            Miguel le contestó mientras seguía observando el amanecer.

            ―Tres meses.

            ―¿Tres meses? Eso es mucho tiempo.

            ―¿Tú cuanto tienes?

            ―Un año.

            ―¿Entonces por qué dices que tres meses es mucho?

            ―Es mucho para los de tú clase. Las unidades no es que sobrevivan mucho tiempo.

            ―¿Tú como lo sabes?

            ―¿Bromeas? Me han desplegado en varios combates. He conocido otros humanos, casi todos unos idiotas, pero al fin y al cabo no querían estar aquí, en la guerra. Muchos no tenían ni siquiera una semana, algunos fueron reclutas incluso hace solo unos días. Tres meses es una gran cantidad de tiempo, Miguel.

            ―Bueno…, en eso tienes razón. Las unidades no sobrevivimos mucho tiempo.

            ―Entonces, ¿cómo lo has hecho?

            Miguel apartó la mirada del amanecer, y lo miró.

            ―¿Hacer qué?

            ―Sobrevivir ―dijo despacio.

            Él no respondió al instante.

            ―No lo sé.

            ―¿No sabes cómo has sobrevivido?, ¿tengo de mi lado a un fantasma?

            ―Es que, cuando estás en el campo de batalla, no sabes lo que ocurre.

            ―¿No recuerdas lo que te sucedió ayer?

            Miguel iba a contestar, pero se calló. Meditó lo que iba a decir.

            ―Sí, lo recuerdo. Fue…, horrible.

            ―¿Qué pasó?

            ―Los arzianos nos ganaban diez a uno. La batalla fue horrible. Yo estuve en el frente. Teníamos que resistir en una trinchera durante varias horas. Una gran trinchera. Pero luego, a mitad de la batalla, nos obligaron a salir de ella y atacar a los arzianos de frente. Fue un suicidio. Miles murieron en el asalto. Yo no sé cómo sobreviví. Sentía mi piel se abrazada por sus disparos, pero, aquí estoy. Es…, raro.

            ―Ah, la trinchera N8, ¿verdad? Sí, estuve cerca de ella cuando ocurrió el asalto.

            ―¿Sobreviviste al asalto del N8? ―preguntó uno que escuchaba a escondidas la conversación. Era calvo, tenía unos lentes rotos, y tenía la apariencia de un universitario―. Creí que todos murieron.

            ―Pues tenemos un fantasma entre nosotros ―bromeó Arfadé’z.

             Miguel observaba el sol salir. Pronto sería de día.

            ―Ya vienen ―advirtió Miguel en voz baja.

            ―Oh por Dios… ―remitió Arfadé’z

            Desde el cielo, en el horizonte, se observaron varios cruceros y fragatas acercarse al planeta y descender a la superficie. Eran arzianos. Una flota entera. Una que nunca se había visto. En el cielo seguían moviéndose más puntos negros, más cruceros. Y uno gigante, de varios kilómetros de largo, salió de las nubes tal cual una montaña que descendía del olimpo. Un acorazado. Tenía la forma de una T. Su coraza era de color naranja, como si fuera la corteza de un árbol. Varios puntos de colores brillantes sonaban por toda la parte frontal: era la cabina.

            El acorazado descendió a la tierra, y de él se desplegaron una decena de plataformas en forma de rampa, de donde salieron docenas de tanques, y seguidos de ellos salieron miles de tropas. La armada más grande jamás vista por Miguel, o por cualquier unidad. Tres millones de tropas…

            Eran como puntos blancos con rojo que se distinguían a varios kilómetros. Una marea de hongos hiper-evolucionados.

            Arfadé’z suspiró.

            ―Nos abandonaron, ¿verdad?

            Miguel asintió.

            ―¡Es nuestra tumba! ―gritó uno de los hombres que estaba ahí. Un tuerto.

            ―¡Estamos muertos! ¡Estamos muertos! ―gritaba otro a puro pulmón.

            —¡Dios nos ha abandonado!

            —Oh no… —lloró otro.

            ―¡Aún no estamos muertos! ―masculló Arfadé’z―. ¿Se van a dejar morir sin luchar? Tal vez muramos hoy, ¿pero solo vamos aceptar eso como si fuera un dogma? No, vamos a demostrarles a esos cerebros de hongo de lo que estamos hechos.

            ―Estás loco ―dijo uno, casi gritando―. Nos van a matar, y no podremos ni llevarnos uno con nosotros. Es el fin, mierda, ¡el fin!

            ―Somos cien heridos y solo un soldado en plena capacidad, ¿qué vamos a hacer? —preguntó el tuerto con desesperación.

            ―Luchar, ¿quizás? ―gruñó Arfadé’z―. Fuimos entrenados para combatir, para no dejarnos rendir. ¿Y qué?, ¿nos vamos a dejar rendir por las buenas? No es la primera vez que luchamos contra una gran cantidad de arzianos.

            Las demás unidades que aún no se habían acercado al balcón, lo hicieron cuando escucharon el alboroto. Quedaron boquiabiertos al ver las tropas enemigas.

            ―Vamos a morir de todas formas, ¿por qué no hacerlo ya?, ¿por qué no matarnos ahora mismo? ―objetó el tuerto.

            ―Porque no hay honor en eso. ¿Es lo que piensan hacer?, ¿rendirse sin antes luchar? ¿Viene cualquier adversidad y se dejan derrumbar así de fácil? He visto más fortaleza en una maldita rata de alcantarilla que en ustedes.

            Miguel, que hasta ese momento no había hablado, se volvió a Arfadé’z.

            ―Mataremos a la mayor cantidad de arzianos que podamos. Sí, vamos a morir, pero los llevaremos al infierno.

            La expresión del soldado notaba odio. Ira contra los arzianos. Sabía lo que se les venía encima a todos, pero no iba dejarse tumbar así de fácil.

            ―Si quieres venir conmigo y ayudarme, es tu momento.

            Arfadé’z asintió.

            ―¿Qué vamos hacer?

            ―Esperarlos.

            Arfadé’z expresaba una gran seguridad en sí. Sabía que iba a morir, eso era inevitable, pero iba luchar. Los grors poseían un gran sentido del honor. Y no era para menos: su raza era una donde la igualdad era grande, pero no se ganaba con simples niñerías. Se luchaba para conseguir lo que se tenía, y se respetaba sobre todas las cosas, consiguiendo un gran sentido del honor y el respeto. Y bueno, él era especialmente testarudo.

             Ingresaron a la sala que aún seguía dividida en las dos partes: estratégica y médica. Algunas cuantas armas, apenas un puñado de ellas, se hallaban dispersas por las paredes. Miguel agarró tres de ellas: un fusil de rayos catódicos; era largo, con una apariencia que recordaba a una Famas, de la era antigua, con el pequeño añadido de un cañón del triple de largo. La otra arma era una pistola larga de doble boca, con varias luces moradas y azules que se asomaban por la cámara y la culata; el cargador era inexistente, pues se alimentaba de unas píldoras que se suministraban en la susodicha cámara. Y la tercera era una pequeña, pero potente, arma de mano: una empuñadura de dos cañones que se ponía en el brazo como si fuera una servo-armadura, y se usaba con un botón que se incrustaba en la parte inferior del dedo corazón.

Puso la pistola en su cinturón magnético, y posteriormente subió una de las escaleras para salir de la instalación, y prepararse para la subida de los arzianos. Por más tecnología que poseyeran, tendrían que subir por la parte menos inclinada de la montaña, y era donde les agarraría por sorpresa.

Arfadé’z no tardó en salir armado por una pequeña minigun de rayos catódicos de color negro, y de cinco cañones. En su espalda llevaba otras tantos fusiles iguales al de su compañero. Se posiciono a su lado y observó la base de la montaña: estaba desierta.

—¿Por qué crees que nos dejaron? —preguntó Arfadé’z.

—Porque sabían que era una batalla perdida. Tenernos a nosotros en sus naves solo les haría gastar recursos innecesarios. Nos dejaron como perros hambrientos en la calle.

—¿No crees que es raro?

—No. Sería la única opción real para algún oficial; yo tampoco tomaría a solo cien enfermos para llevarlos a otro lugar. Los dejaría aquí a que mueran.

Arfadé’z bufó, molesto.

—Eso solo trastorna la moral.

—La moral se olvida cuando estás en la guerra. A los perros de arriba solo nos ven como números.

—¿Y tú también nos ves cómo números?

—Somos números… Yo soy uno.

—Si fuéramos solo números, entonces de nada nos sirve esta charla. —Apuntó su arma a los pies de la montaña: ya se acercaban. Miguel hizo lo mismo.

—Tampoco creo que a nadie le importe nuestras charlas.

Arfadé’z volvió a bufar.

—Sabes, antes de ingresar al ejército estudie sobre filosofía; filosofía humana. Había un filósofo, uno que no recuerdo el nombre, pero había dicho algo muy interesante: todo lo existente se sustenta porque alguien piensa en ello. Si yo dejara de pensar en ti, tú dejarías de existir, ¿verdad?

Miguel frunció el ceño sin mirarlo.

—¿Qué? No, no, no, no. Eso es falso. Existimos aunque no pensemos en algo.

—¿Y como puedes estar seguro de la existencia de algo que has dejado de pensar?

—Simplemente ahí están las cosas.

—Claro, porque alguien más está constantemente pensando en ellas, lo que hace que todo exista.

—¿Dios? —preguntó mientras situaba su arma en el hombro y apuntaba a la cabeza de un arziano que comenzaba a subir. Pronto estarían en la falda.

—Sí. Así que, a alguien si le importa nuestra conversación.

Entonces Miguel disparó. Un rayo de luz blanco con dorado se dispersó de su arma y avanzó como un trueno hasta impactar en la cabeza del arziano, quien cayó de espaldas, muerto. Otro disparo le siguió de ese, y luego otro, y otro, y otro; Arfadé’z comenzó a disparar en cuanto los vio. Su devastadora arma escupía los rayos que chocaban contra la piel blanca de sus enemigos, y morían al instante. Pronto despertaron las armas arzianas que iban por la cabeza de ellos dos.

Ráfagas verdes y azules surcaron los cuerpos del humano y el gror, y chocaron contra las piedras, suelo y paredes de la montaña. Ellos disparaban sin cesar: la altura era una ventaja enorme. Otro disparo en la cabeza y un arziano salió despedido colina abajo, chocando contra otros de ellos. La gravedad. Otros cuerpos de la misma forma comenzaron a caer conforme más alto iban.

El arma de Miguel se sobrecalentó. Tenía que usar otra, pero su pistola era ineficiente para la labor. Iba a usar su…

—Rápido, ten —Arfadé’z sacó de su espalda uno de los tantos fusiles que tenía, y se lo arrojó.

Miguel lo agarró en el aire y volvió a disparar. Los proyectiles arzianos apenas y habían rozado por poco las armaduras de los dos, mientras que ellos habían devastado a medio centenar de tropas.

Las municiones seguían saliendo sin cesar. ¡El ruido era terrible! Desde la perspectiva de Miguel, era como si un enjambre de avispas del tamaño de una corbeta estuviese acechándole. ¡Pum! Una explosión se escuchó delante de ellos: era una granada de rayos de neutrones que había estallado a unos cuantos metros por debajo de la base.

—¡Están subiendo! —gritó Arfadé’z, quien por más que disparara, no podía evitar la subida progresiva de sus enemigos.

—¿En serio? ¡Yo pensaba que estaban huyendo! —bromeó Miguel en medio camino de la ira.

Más y más disparos. Miguel cambiaba sus fusiles en cuanto uno se sobre calentaba para acudir al otro y repetir el proceso. Pero había un problema, uno pequeñito: se iba a quedar sin munición. Los fusiles de rayos catódicos eran muy populares por ser una granja de balas, pues un solo cargador podía contener hasta más de mil disparos, pero ellos solo tenían cinco cargadores, y millones de arzianos iban a por ellos.

Doscientos arzianos muertos. El campo de batalla estaba siendo horrible: los cadáveres incinerados, o aplastados por otros cuerpos, pintaban la falda de la montaña de forma macabra; y encima de estos pasaban sus compañeros.

¡Crkcckk! Un deslizamiento de rocas se escuchó a la diestra de Miguel: un par de rocas, del tamaño de un auto, se desprendieron. Bajaron con tal velocidad que al chocar se rompieron en varios pedazos enormes. Impactaron contra los arzianos. Salieron despedidos como si fuesen pequeñas hormigas. Era como si una línea de muerte se dibujara de pronto en la montaña; las rocas dejaron huella.

Quinientos arzianos muertos.

Arfadé’z no lo creía. Nunca antes había logrado repeler a tal cantidad de enemigos. Los rayos catódicos pocas veces eran tan efectivos: impactaban contra los arzianos como si fuesen moscas y luego su piel se quemaba, y sus órganos explotaban por dentro. La mayoría de veces los disparos eran directo a las cabezas, lo que provocaba que sus ojos explotaran, y sus órganos, que funcionaban como cerebro, les salieran por las cuencas de los ojos e incluso se volvieran galea.

Mil arzianos muertos. Esto no tenía precedentes. ¿Solo dos soldados deteniendo a tal cantidad de tropas? No, eso era imposible, Arfadé’z era testigo de eso mismo: él no había dado más que cien disparos…, entonces era Miguel quien había matado a tal cantidad. Pero, ¿cómo? Era una unidad, no era posible que hiciera eso.

Se volvió para contemplar a su compañero, quien sostenía el fusil con una precisión nunca antes vista; sus manos eran firmes y su semblante el más serio. Su puntería era excepcional. ¡Pum! Otra explosión sonó, esta vez un poco más abajo. ¡Pum! Otra. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Cinco explosiones seguidas. El gror cayó al suelo de forma violenta. Sus piernas no resistieron el tambaleo de la tierra. Se incorporó como pudo; Miguel seguía ahí, de pie. ¿Cómo?, ¿cómo era posible esto? Las explosiones tuvieron que haber hecho a Miguel caer; pero no. Disparaba sin cesar, y sus municiones provocaban que decenas de arzianos murieran a la vez: algunos por los propios disparos, otros por los cadáveres de sus hermanos que chocaban contra ellos, lo que les hacía caer y morir, abriéndose sus cuerpos.

Arfadé’z continuó disparando, sin embargo, observó que un bulto negro alto se acercaba hacia ellos.

—¡Tanque! —advirtió con un grito tan fuerte, que si no fuera por el ruido de los disparos, hubiera sido escuchado en el pie de la colina.

Un vehículo de tres metros de altura, de forma de araña, se aproximaba a ellos con un paso rápido. Ocho patas de metal tan gruesas como pilares. Una cabina que se encontraba en la parte frontal, en donde sería la cabeza, de diversas luces y armas colocadas por doquier. Una cantidad gigantesca de ojivas se situaba en el abdomen del vehículo; eso, eso era un tanque arziano. Se inspiraba directamente en la forma de una de las creaturas de su mundo natal que, por casualidad, tenía la misma forma que una araña terrestre, pero de mucho mayor tamaño.

¡Fu, Fu, Fu, Fu! Cuatro misiles se desprendieron del abdomen en vertical, soltando fuego de sus propulsores; ¡iban directo a la base! Eran delgados, muy pequeños, de color negro y con una punta en forma de cabeza de espermatozoide. Eran misiles de alcance corto. Zumbaron por el aire e impactaron cerca de Miguel. Arfadé’z salió volando por la honda, y chocó contra la pared de la base; se fracturó varios huesos.

 Abrió los ojos. Apenas podía ver. Todo era difuso; la sombra de Miguel apenas se distinguía en el caos. Trató de levantarse, pero en eso una mano le tocó el hombro. Se volvió a su izquierda y encontró a un soldado.

—¡Señor! ¿Se encuentra bien?

Luego varias tropas más salieron de las puertas; una treintena de hombres heridos se incorporaron a la batalla. Se situaron en los lados de Miguel gritando y alzando sus armas, para luego proceder a disparar contra el enemigo. Las chispas se encendieron, las armas rugieron, el suelo vibró y el cielo se detuvo. Era una batalla campal, una lucha por la supervivencia.

El hombre que estaba a un lado de Arfadé’z le ayudó a levantarse. Le dolía todo el cuerpo, pero era capaz de incorporarse al combate.

—¿Por qué salieron? —preguntó a gritos.

—No podíamos dejarlos solos en la batalla —respondió el soldado con orgullo.

Seguido de eso sacó una pistola de rayos catódicos, una diminuta arma que recordaba a una M9 de la era antigua, y procedió a incorporarse en el combate.

Los disparos surcaban por todos lados, pero los arzianos no lograban dar ni un solo tiro a los humanos, mientras que ellos eran masacrados.

Dos mil arzianos muertos.

El tanque araña se abalanzó sobre sus enemigos. Escaló la falda de la colina con una velocidad igual a la de una bala. Aplastó los cuerpos de sus compañeros caídos y disparó con todo lo que tenía. Decenas de proyectiles de colores azules y verdes se desprendieron de la máquina, chocando contra el suelo y los alrededores de la cima. ¡Era terrible! Una lluvia de disparos que no menguaba; atroz cuanto menos. El tanque iba a medio camino, en menos de treinta segundos llegaría con ellos y los aplastaría. Debían de hacer algo, o iban a morir. Precisaban atacar todos en conjunto, o…

Miguel se lanzó como un felino hacia su presa. Saltó de la cima y corrió hacia abajo, directo al enemigo, dando trompicones y varios saltos que parecía volar. Sus compañeros quedaron en shock. No saltaba como una persona normal, ni se movía a esa velocidad; era diferente, terriblemente diferente.

Se alzó contra los arzianos quienes, incrédulos, no dispararon. Miguel los masacró: disparó una ronda tan feroz de disparos, que en solo unas fracciones de segundos había diezmado a las tropas. El Tanque se seguía moviendo como un dios violento. La unidad siguió disparando contra los arzianos mientras corría al tanque. Cuando sus enemigos por fin reaccionaron, dispararon con todo lo que tenían hacia él. Un torrente impecable de rayos y disparos iba contra un solo hombre. Pero él, de un solo salto, esquivó todo; se había levantado unos cinco metros de altura, y cayó sobre el tanque, rompiendo el cristal de la cabina. Llegó con tal velocidad, que atravesó el cuerpo del arziano tripulante y este explotó. Sacó de su cinturón una granada que tenía, y la activó, dejándola en el tanque. Salió de este, aplastando el cuerpo de otro arziano vivo. Se incorporó en el combate y prosiguió con su ataque.

El tanque explotó detrás de él, y decenas de restos salieron despedidos por todos lados como si fuera lava de un volcán. Chocaron y se impregnaron en la piel de los arzianos como metal caliente; los gritos de dolor fueron tan fuertes que pudieron ser escuchados por todos. Los arzianos temieron; por primera vez en mucho tiempo, temían de su enemigo.

Siguió descendiendo como una fuerza imparable, disparando a diestra y siniestra todo lo que fuera un ser vivo. Desenfundó su pistola y prosiguió a disparar con ambas armas: ni una sola pizca de retroceso se podía distinguir en sus brazos. Seguían cayendo, uno tras otro, y así un centenar, y de ese centenar le siguió otro. Arfadé’z, ni ninguno otro, creía lo que sus ojos veían: una unidad, un simple soldado, un esclavo, estaba arrasando con todo a su paso. Una imposibilidad dentro de una guerra imposible.

Los humanos rugieron como perros hambrientos, y bajaron de la colina, llenos de furia y éxtasis. Está era una oportunidad como ninguna otra. Arfadé’z hizo lo mismo, y descendió a paso lento mientras disparaba.

Los arzianos, quien disparaban con todo su poder a Miguel, no se percataron de los hombres, quienes se abalanzaron sobre ellos, matándolos desde la espalda. No pudieron reaccionar para nada, y perecieron en un instante. Solo los que estaban en la falda inferior y al pie de la montaña podían ver esto; pero Miguel estaba ahí con ellos, bajando como un dios de la guerra desde el mismo Valhala.

Cinco mil arzianos muertos. Esto no tenía precedentes.

Se quedó sin munición; más de cuatro mil disparos hechos con todo su espíritu se habían fundido con el alma de todos aquellos bastardos muertos. Eso le llenaba el cuerpo de sangre y furor, un furor incontrolable. Del suelo recogió dos armas alienígenas, y con ellas prosiguió con la masacre.

Más disparos se sucedieron, y más muerte abundó. Miguel había despachado a toda la avanzada enemiga de la montaña, y aterrizó a los pies de esta. Chocó como un meteoro; sacudió la tierra, levantó polvo y sangre, y con él se veía la muerte en su espalda. Más tanques iguales al araña, y otros, se posicionaban enfrente de él, rodeado por miles de enemigos. Era su fin.

Los arzianos dispararon sin piedad, al igual que Miguel les devolvía el fuego. Los arzianos caían, pero la armadura del hombre se desfragmentaba: sentía su carne arder, sus huesos quebrar y su músculos perecer. Iba a morir, al menos que… Todos los disparos a su alrededor se detuvieron en el aire. Una tormenta se cernía sobre él, pero se suspendían en cuanto rozaban el cuerpo de Miguel. Sus compañeros lo veían desde arriba. Arfadé’z no lo creía: su compañero había parado todos los disparos como si fuese una burbuja, y era rodeado por estos como agujas. Nadie podía dar crédito de lo que sus ojos contemplaban. Incluso los cerebro de hongo detuvieron sus disparos.

Entonces, como si una venganza cruel se tratase, los disparos que rodeaban a Miguel, se volvieron y mataron a los arzianos. Más de mil disparos en conjunto regresaron con sus dueños, perforándolos, y matando a todo cuanto hubiese a cien metros. Incluso los mismos tanques perecieron al ser golpeados por tal ráfaga de proyectiles. ¿Esto era brujería?

Los demás arzianos que no habían muerto, lo miraron con terror: todos ellos estaban retrocediendo. Pero él no les iba a dar cuartel. Activó su arma de mano, y procedió a disparar un enjambre de munición abismal. Corrió hacia sus enemigos en línea recta, mientras estos morían con su paso. Intentaron volver a disparar, pero sus cuerpos no reaccionaban; seguían estupefactos. Miguel avanzó como un rayo entre sus enemigos, aplastando a todo el que tuviese enfrente, y haciendo explotar el cuerpo de todo el que viese. Su cañón no tenía comparación: disparaba más de setecientas rondas por minuto; un sierra de rayos catódicos que sembraba muerte. Cuando los arzianos volvieron a reaccionar, ya era muy tarde: el hombre se había adentrado en ellos como una plaga que se cierne sobre un oso y lo carcome por dentro. Morían decenas, centenas, e incluso miles de arzianos. No había explicación, ni tampoco razón, a que diablos era aquel hombre.

Diez mil arzianos muertos.

En solo cinco minutos de combate, desde que descendió de la cima, habían fallecido la mayor cantidad de arzianos que nadie puede haber atestiguado nunca. Una marea de cuerpos rodeaba al hombre, y los extraterrestres huían en desbandada. Tres millones de tropas temían por sus vidas. Los tanques dieron medía vuelta, la artillería se abandonó, y todo cuanto fuese del Arza’Damnius regresó a sus naves mientras su enemigo los destrozaba en la retirada. Eran una manada de alienígenas confundidos corriendo de ahí para acá, temblando.

 Por todo el mundo se podían oír sus pasos y gritos desesperados de retirada. Entonces, Miguel cesó. Dejo de dispararles en cuanto el último de ellos que estaba cerca había perecido a sus manos.

Aquella misma sangre azul que había contemplado ayer, volvía a cernirse sobre él bajo sus pies. Había logrado lo que nunca nadie se hubiera imaginado: venció una avanzada enemiga él solo.

Su cuerpo estaba destrozado por dentro; todo le palpitaba como una herida punzante y su mente le ardía. En cualquier momento sentía que podía desmayarse, mas no lo hizo. Regresó con las demás tropas: de los treinta que salieron a apoyarlos, solo veinte seguían vivos. ¡Veinte! Esa cantidad era impensable por si misma: todos esperaban morir. 

Arfadé’z tiritaba para sus adentros cuando lo vio volver. No temía a sus enemigos, no temía ni siquiera al ejército más grande arziano, ahora le aterraba su compañero. ¿Era acaso un hombre, o un demonio? No, él era un rayo, una tormenta, un huracán que surcaba el cosmos y que había sido olvidado.

Era parte del Viento Impío.

 


Capítulo 5:
Operación Viento Impío

Estoy aquí, sentado ante la nada. Me he vuelto en algo que nunca creí que fuera posible. ¿Realmente un hombre puede alcanzar este nivel? Ni siquiera los dioses antiguos hubieran soñado con lo que tenemos ahora. Soy una maquina asesina, un guerrero, un mensajero de la muerte. Ahora todos me conocerán, y me temerán”.

-Frase recogida por un informe hecho del Dragon Negro a otro soldado, cuyo nombre queda clasificado. Creemos que el Dragon quería escribir algo poético para que quedará grabado en la historia.

 

La cirugía había empezado. Bille gritaba con espanto. No había sido anestesiado. Sentía el metal atravesar su carne y perforar sus huesos; gritaba y gritaba, pero no podía zafarse de sus captores. La sala seguía solo iluminada en él. Todo giraba en torno a él, a un soldado, a un hombre invalido, a un simple hombre de un mundo olvidado. ¿Para qué ese dolor?, ¿qué era todo esto?

            Las voces de los médicos proseguían con altitud, pero Billegt no las diferenciaba, ni entendía lo que decían. No estaba anestesiado, pero el dolor le era tan grande que, dando igual lo que ocurriese, no podía reconocer el entorno.

            Sufría. Lloraba para sus adentros. Trataba de sacar fuerzas de donde sea: ira, rencor, miedo, horror, tristeza; lo que sea, pero debía salir de ahí. Pero era inútil. Sea lo que fuera que estuviera atravesando su piel en ese momento le estaba dejando inmóvil. Le pareció tener una serpiente, o un bicho, recorriendo sus venas. El corazón le era incontrolable: por momentos lo sentía doloroso, y en otros no lo advertía. Pronto comenzó a llorar en el exterior. Las lágrimas saladas corrían por su rostro y manchaban la mesa de operaciones, donde se mezclaba con la sangre.

            Entonces escuchó un sonido que lo avispó: una sierra. No lo creía; ¿lo iban abrir vivo? Para su terror, sí. Conoció el más terrible de los dolores en su brazo: la piel era despellejada y sus músculos cortados. Seguía vivo, lo podía sentir. ¿Cómo?, ¿cómo es que estaba vivo? Entonces giró sus ojos a la derecha, y se percató que una mujer, una doctora, le inyectaba constantemente algo. ¿Era eso lo que le permitía seguir vivo? Si fuera así, ¿por qué no anestesiarlo?

            No quiso voltear a su izquierda. Podía estar acostumbrado a la guerra, pero no a ese tipo de lesiones. Pero el impulso irracional del morbo lo llevó a tornar los ojos y observar su mayor miedo. La sangre ya no salía; solo podía observar con espanto que su brazo: desde la muñeca hasta su codo estaba abierto. Y le estaban implantando algo. No lo distinguía, sin embargo, pudo divisar luces de color verde y violetas brillar por instantes, y luego sentir que un calor horrible le abrazaba aquella parte del cuerpo.

            Poco después, se desmayó. Perdió tanta sangre que pronto moriría.

            ―¡Doctor! ―exclamó otro de los médicos, quien se estaba poniendo nervioso.

            ―Tranquilos. Ya es el momento para implantar el segundo corazón.

            Al dar la orden, el equipo empeñó un sofisticado equipo laser para hacer un hueco en el pecho del paciente, tan grande como la mitad del tórax. Las costillas fueron retiradas con el mismo laser, y puestas sobre bandejas inmaculadas. Los pulmones estaban ahí, estorbando, por lo que también los sacaron, pero completos. Esto tenía que ser rápido.

            De una caja refrigerada, sellada al vacío, sacaron un corazón estable. Palpitaba incluso después de haber estado años en un lugar tan frio como su bóveda. El doctor en jefe se encargó de llevarla a mano al pecho de Bille, para luego colocarlo a un lado del otro corazón, y hacer una incisura en las aorta y el ventrículo derecho, conectado, con el uso de un rayo frio, las dos partes del cuerpo. Con el pasar del tiempo se iban a regenerar las texturas por su cuenta.

            Re posicionaron los pulmones, estabilizando al paciente. Una de las enfermeras sacó unas cuantas bolsas de sangre, del tipo de Billegt, y las añadió con lentitud por el torrente de sangre del brazo derecho. Luego entre todos cerraron el pecho usando el mismo rayo. Casi estaba. Ahora faltaba la columna vertebral.

            Levantaron el cuerpo y pusieron el pecho contra la mesa. Con distintos mecanismos, rayos y equipos quirúrgicos, quitaron la piel y músculos de la espalda con cuidado, para luego introducir, con el uso de jeringas y diversos utensilios, líquidos metálicos en la espalda. La vertebra se extendió. En solo unos instantes creció de forma abrupta, estirando todos los músculos del cuerpo. Se hubieran desgarrado, si no fuera por la ayuda de los implantes metálicos colocados con anterioridad.

            Los médicos implantaron más partes de vertebras sintéticas en la columna vertebral para mantener el equilibrio por su repentino crecimiento. Más partes metálicas, iguales a las implantada en el brazo siniestro, se colocaron e instalaron en la espalda del paciente. Cada vez más perdía lo que lo hacía un hombre. ¿Era ya una maquina?

            Volvieron a cerrar y cauterizar la espalda del paciente. Si no fuera por la tecnología que estaban empleando, Bille hubiera muerto hace tiempo.

            Terrible fue, que a mitad de la operación, se despertó. Sus cuidadores le estaban dando la vuelta, para continuar con el procedimiento del cuerpo y piernas.

Gritó asustado, y trató de mover su mano derecha, y… Lo logró. Apretó con ella el cuello de uno de los médicos tan fuerte, que casi lo mató. Desvió el brazo a su derecha, golpeando a otro médico y haciéndolo volar varios metros. Terrible era su fuerza. Pero peor su dolor.

            La boca le sabía a hierro, y todo su cuerpo le punzaba. Apenas y podía ver. Intento mover su izquierda para separarse de los otros, pero no logró ni recorrer un centímetro. Volvió a intentarlo con la diestra, y apretó con ella el cuello de otro médico, quien comenzó a ahogarse. Bille se levantaba lentamente de su camilla médica, y el caos cundía a su alrededor. Los doctores gritaban uno al otro que lo estabilizaran o inyectaran la anestesia. Pero la voz del jefe a cargo sobresalió.

            ―¡Continuad con el proceso! Tú ―señaló a la sombra que se ocultaba en las tinieblas de la habitación, aquella misma figura que se encontraba a la siniestra de Moygt―. Ven y haz algo.

            La figura obedeció, y se encaminó hasta con el paciente. Con fuerza agarró la muñeca derecha del pobre Bille, y la volvió a colocar contra la mesa con todas sus fuerzas. El paciente intentó mostrar resistencia, y cierto que grande era su fuerza, pero mayor la que tenía enfrente.

            Su vista seguía nublada, pero intentó reconocer la forma de aquel sujeto. ¡Oh por Dios! No era un hombre, o si lo era, hace tiempo que dejó de serlo. Era terriblemente alto, más que cualquiera de los otros presentes ahí. Toda su piel estaba cubierta por algo negro y espeso, que vislumbraba con la luz y la reflejaba. Algo de color negro oscuro, tan opacó como el mismo vacío del espacio, ocultaba su rostro. Tenía metal alrededor de la cabeza y varias púas para atrás le adornaban el cuero cabelludo. Espera…, esto no es piel, ¡es una armadura! No era un hombre, era una máquina. Oh por…, seguía siendo igual de imponente. Ahora veía bien las hombreras: eran piezas ovaladas con púas y picos por doquier, el pecho era cuadrado, marcado, como si la armadura intentara reproducir la apariencia de un cuerpo físico de un hombre demasiado musculoso. Pero se confundía bien con las finas bordeadas y rectangulares que mantenían la forma y compostura de una parte de equipo, no de simple decoración. Toda la armadura era negra con tonos demasiado oscuros en las partes más claras, si es que existía algo de claro en aquel sujeto.

            El corazón de Billegt comenzó a palpitar con fuerza. Se sentía atemorizado por la presencia de aquella máquina de guerra. Trató de liberarse, pero no pudo. Hasta que comenzó a sentir el palpitar de su segundó corazón. La sangre le regocijó todos sus músculos, el cerebro le volvió a estar activo. Su visión regresó y recobró fuerzas. Vio con claridad a su oponente, y de repente, como si un mismo trueno lanzado por la más terrible tormenta, levantó con furor su brazo, librándose de su opresor. Todos quedaron boquiabiertos, incluso la sombra, desde su casco, se impresionó.

            Bille se levantó de la camilla con fuerzas. Reconoció su brazo izquierdo; ¡lo volvía a sentir! ¿Cómo?, ¿no estaba abierto? No importa, debía aprovecharlo. La enorme figura negra se le plantó cara en cuanto él se puso de pie. Sus piernas apenas reaccionaban, pero volvió a recuperar la movilidad. Se dio cuenta de algo inusual: tenía la casi misma altura que aquella creatura, y todo su alrededor se había vuelto más pequeño. ¿Esto es…?

            El hombre máquina se lanzó contra él. Bille reaccionó a tiempo para desviar un golpe con su mano, y luego encestó un rodillazo en el abdomen de su enemigo. Sin embargo, seguía siendo carne y hueso. El dolor fue grande. Cayó al suelo de rodillas. No era buena idea pegar a alguien con metal en lugar de piel. Su cuerpo le volvió a punzar con fuerza. Trató de levantarse, pero la figura le asestó un golpe en la espalda, tirándolo al piso. Lo agarró por el cuello y hombros y lo regresó a la mesa de operaciones. Ahí los médicos le inyectaron tantas cosas que, al poco, su pulso disminuyó. Perdió sus fuerzas.

            Una vez más se vio sometido ante sus médicos. Le abrieron las piernas y diversas partes de la cintura con un dispositivo eléctrico que usaba un poderoso torrente de luz que salía expulsado por un pequeño hueco de apenas unos milímetros de grosor. Otro rayo, en pocas palabras. Pero este era mucho más preciso y de cortes ligeros: escarbaron en la piel y músculos de las rodillas, pantorrillas y muslos, abriendo el suficiente espacio para introducir unas esferas redondas en el interior; eran unas diminutas y pequeñas bolas de metal relucientes de color aluminio, apenas del tamaño de un grano de mostaza, pero de gran poder. Introdujeron más de dos centenares de aquellas esferas en su cuerpo, para que, una vez dentro, expulsaran líquidos y diversos nanobots en los músculos y huesos del paciente.

Una reacción furiosa se despertó dentro de él. No lo sentía aún, pero su cuerpo si reaccionaba. Era como si convulsionara. Las piernas se estremecieron y contrajeron reiteradas veces, hasta que cesaron. Luego de eso los músculos del cuerpo se contrajeron de tal manera que parecía un muñeco inflable, para terminar en una forma reluciente y marcada. Sus brazos y hombros aumentaron de forma ridícula en tamaño y grosor, al igual que el abdomen y pecho: tenía la forma de un dios griego. Sus piernas de igual forma optaron un aspecto marcado y reluciente. Ganó mucha, pero mucha masa corporal. Ahora no solo era apariencia: realmente tenía un aumento en su fuerza.

Pero no todo era natural, por supuesto. Aquellas inyecciones y operaciones donde se ingresaron decenas de metales a su cuerpo produjeron un aumento irracional de fuerza. Solo este último proceso era uno que le permitiría a su cuerpo adaptarse a los cambios, aceptarlos y aprovecharlos en su máximo esplendor.

 

Una hora transcurrió en el resto de la operación. Diversas funciones más delicadas fueron implantadas en el cerebro de Billegt, además de haber sufrido un cambio exponencial en sus reflejos.

            Despertó. No sabía dónde se encontraba. Recobró su mente a los pocos instantes y descubrió que seguía en aquel lugar. Esta vez los médicos se encontraban a varios metros de él, y la figura gigante metálica se imponía ante él.

            Después de tanto procedimiento y diversas técnicas implementadas en un hombre sencillo le hubieran causado estragos. Trató de levantarse y… ¡Su cuerpo tenía todas sus fuerzas! Sin miramientos puso un pie en el suelo y se irguió: era tan alto como su contraparte máquina. Todo el mundo se había vuelto pequeño.

            La fuerza y poder rugían en su interior. Lo sabía; lo podía palpar con sus nervios: todo su cuerpo se regocijaba en una grandeza que nunca antes había sentido. Es como si un día para el otro hubiera recobrado toda la energía que portó su yo del pasado. Era un hombre nuevo; no, ya no era un hombre, era algo más.

            ―¿Qué me hicieron? ―preguntó mientras se observó los brazos: ambos tenían marcas de haber sido sellados de manera quirúrgica. Algo horrible, pues las marcas y venas se le podían ver con una fuerza inenarrable. Pero sobre todo podía notar componentes de metal moverse debajo de su piel endurecida.

            ―Aumentos ―contestó Moygt―. Tu cuerpo ahora ya no es un simple montículo de carne de cañón. Ahora eres algo mucho mayor que eso.

            ―Tú… ―susurró con ira―… ¡Tú! ―se movió con gran velocidad hacia el hombre. Pero el brazo de la máquina humanoide se interpuso entre ellos. Le puso la mano en su hombro derecho y le dirigió una mirada fría; una mirada sin alma.

            ―Tranquilo, tormenta. ―Esa voz… Esa voz no era de un simple hombre. Era poderosa, imponente, digna de leones…, o dragones―. Debes de controlar lo que hagas ―señaló con su otra mano la mesa de operaciones: estaba destruida. Los manotazos y ligeros golpes que emprendió Billegt durante su inconciencia habían logrado aquel desastre―. O acabaras matando a alguien que no debas.

            ―¿Tú… que eres? ―preguntó en un hilo de voz a medio camino del miedo y del odio.

            Aquel sujeto tardó en contestar, pero al final dijo:

            ―Soy una tormenta, igual que tú.

            ―¿Tormenta?

            ―Un viento implacable hecho para arremolinar estrellas. Un guerrero de elite.

            ―Eres un supersoldado… ―replicó Moygt―. No, eres más que un supersoldado; eres un dios.

            ―¿Dios? ―preguntó él mientras volteaba a verse su cuerpo: afirmativamente, tenía la complexión de alguna estatua griega de Heracles.

            ―Un dios entre hombres, una bestia entre titanes, la elite de la elite. ―Respiró hondo y su semblante se hizo más serio que nunca―. Billegt, capitán de escuadra, eres parte del proyecto Viento Impío. ¿Has escuchado hablar alguna vez sobre el mito de la elite dentro de la Alianza? ¿De los hombres invencibles que escondemos entre nosotros?

            ―Eh… Entonces… ¿soy…?

            ―Sí, ahora eres parte de ellos.

            ―Pero…, pero… ―no tenía palabras. Había entendido rápido la situación: no era un mito la elite de la humanidad. Pero, ¿era esto?, ¿en verdad esto era ser parte de aquella elite?―… ¿Por qué?

            ―Porque has sido un digno candidato, Bille Harrison. Tus hazañas lo demuestran, y el hecho de que estes parado aquí… es una prueba irrefutable de ello.

            Espera, ¿estar parado? ¿Por qué…?

            ―¿Parado? Eso significa que…, ¿pude haber muerto?

            ―Así es ―respondió de forma fría―. Estamos en una situación bastante complicada, Billegt, así que espero que entiendas ahora tu posición como el soldado que eres; la guerra es cruda, y ocupamos de hombres como tú. Sea como fuere, no puedo instruirte de la forma correcta aquí. Así que iras acompañado hasta la base Caurford, en el plante Sigma Asdur.

            ―¿Acompañado por quién?

            Moygt levantó su mano en dirección al hombre máquina a un lado de Bille.

            ―Él es quien te acompañara.

            Luego de esas palabras, Moygt dio media vuelta y abrió las puertas para irse junto a los demás. Pero sin antes dirigir unas últimas palabras:

            ―Recuerda: eres parte del proyecto. Así que esperamos todo de ti.

            Las puertas se cerraron tras él. Y ahora estaba ahí un perdido Billegt junto a un hombre, o una máquina, que no conocía. Ambos cruzaron miradas frías: la de Bille era de miedo y confusión, y la del otro no tenía descripción.

            Entonces bufó.

            ―Supongo que esa es la bienvenida. Ahora eres parte de la elite de la elite.

            ―Tú… ¿Quién eres?

            No contestó al instante, sino que esperó unos segundos para dirigir unas palabras frías y profundas.

            ―Soy el Dragon Negro.

            Esas palabras calaron hondo en su mente. Nada de esto tenía sentido. Una pesadilla, un mal chiste, una broma contada por el más maniaco de los hombres, ¡¿verdad?! No, no lo era para su desgracia. Y ahora todo su alrededor dejaba de ser, para tornar a una nueva criatura, a un nuevo mundo; a una nueva realidad.            

   ―Luego entenderás todo esto, te lo aseguro ―dijo una última vez el Dragon Negro. 

La Señal de la Estrella

Año 1997. El científico Aleksander Gilbert se encontraba en un radiotelescopio en Inglaterra, cerca de Londres, a unas cuantas millas. Estaba estudiando las frecuencias astronómicas, buscando alguna señal. Sus dedos tocaban con delicadeza los controles que operaban y recibían las frecuencias de radio; eran tan arrugados que era difícil contar la cantidad de líneas que surcaban sus dedos viejos. Vestía su típica bata blanca que le llegaba hasta los talones de los pies, siempre la tenia abierta y de vez en cuando metía sus manos en los bolsillos de tela que se encontraban en la cintura. Siempre usaba gafas; unos anteojos redondeados con un armazón ligero de aluminio que era tan fino como cinco alfileres unidos uno encima del otro. Su cabello era canoso, pero abundante, del mismo color que el pelaje de los lobos grises; apenas se podían ver algunas entradas en su cabeza. Desde su frente hasta sus cachetes se distinguían decenas de arrugas tan gruesas que podrías meter tus dedos en ellas. Sus ojos siempre estaban animados a pesar de las incontables arrugas y ojeras que le rodeaban las cuencas. A pesar de su avanzada edad, más de sesenta años, seguía tan hábil de mente como cuando tenia veinte. Él había estudiado la carrera de astrofísica, y llevaba ya mas de treinta años trabajando en ese sitio, esperando la señal de alguien más, deseando de que no estuvieran solos en el universo. Ese era su motivo de seguir viviendo, encontrar algo que le enseñase a él, y a toda la humanidad, de que había más seres poblando el universo, seres como ellos.

            En sus treinta años de estudio constante jamás había encontrado alguna radiofrecuencia, o una señal, de vida en cualquier lugar distante de la galaxia. Las pocas señales que recibía eran aquellas producidas por el impacto de un asteroide que producía radiación y llevaba esas ondas hasta la tierra, o de algún pulsar que murió hace millones de años y sus últimos ecos de vida llegaban hasta con Aleksander. Aunque todo esto fuera motivo mas que suficiente para no esperar nada del cosmos, Gilbert seguía esperando con el mismo gozo la señal de otra vida inteligente. Todos los días se levantaba de su cama individual y miraba hacia la pequeña ventana que tenia en su cuarto, ansioso de ir a su trabajo. Su casa era realmente humilde, apenas dos pisos, y su material era de ladrillo rojo, y apenas había sido pintada una sola vez de color café oscuro, haciendo que el pasar de los años y la erosión natural provocara ver que esa pintura se desgastó, que los ladrillos se podían contar solo viendo la fachada de la casa. La cocina era tan pequeña como su cuarto personal; el piso era amarillo patito, que se había oscurecido por el pasar de los años y las pisadas de todas las mañanas y noches que hacía Aleksander. El pequeño refrigerador blanco que tenia se volvió grisáceo, y la estufa, la que solo tenía un quemador funcional, era negra como el carbón, pero con varios trozos de pintura arrancados que dejaban a la vista piezas grisáceas del metal. La sala de la casa, que se encontraba a la izquierda desde la puerta de la entrada, era muy pequeña: solo había un sillón de dos asientos tan, o más, viejo que su propietario, y delante del sillón, a menos de un metro, había una televisión de caja de los años 70, a blanco y negro. Era tan robusta que te podrías sentar en ella sin que le pasase nada. El piso era una alfombra grisácea que llevaba ya años sin ser barrida, y el polvo que acumulaba era incontable. El único baño de la casa era el que se encontraba en el segundo piso, a un lado del cuarto donde él dormía; era también pequeño, solo tenia un metro cuadrado para la ducha, y otro pequeño metro donde estaba el inodoro y el lavabo, que originalmente eran blancos, pero ahora estaban tan amarillos como el sarro de los dientes.

            Ese mismo día por la mañana, cuando Gilbert salía de su casa, y se ponía en marcha hacia el trabajo, se encontró por el camino a un chico joven, no mayor a los treinta años; vestía de blanco como él, y portaba lentes cuadrados tan gruesos que podrías destapar botellas con ellos. A diferencia de él, el muchacho era calvo, no tenia ni un solo pelo. Portaba en su mano derecha un portafolios blanco, y dentro de este había mucha información anómala proveniente desde una estrella. Aleksander no tardo en romper el silencio entre los dos mientras seguían caminando, pues iban al mismo destino.

            ―Buenos días, ¿se dirige al radiotelescopio Hiwart II?

            ―Sí, ¿usted también?

            —Sí, yo trabajo ahí. ¿Hace cuanto te asignaron?

            —Ayer, pero apenas hoy es mi primer día de trabajo. Tengo que conocer al doctor Gilbert, no me contaron como era, pero que debía de presentarme ante él en cuanto llegara a la instalación.

            Aleksander sonrió abiertamente y le volteo a ver mientras seguía caminando.

            ―Estas de suerte, yo soy el doctor Gilbert.

            El muchacho paró en seco en cuanto escucho esa respuesta, se quedó mirándole unos segundos. Gilbert se detuvo en cuanto vio que el chico se paró, y le volteo a los ojos mientras seguía sonriendo.

            —No, no sabia que era usted. Discúlpenme de verdad; tenia que haber sido mas respetuoso a la hora de hablarle.

            —Jeje, no pasa nada, chico. Y dime, ¿cuál es tu nombre?

            —Isaías, señor, Isaías Cooper. Es un honor conocerle, doctor.

            —El placer es mío, Isaías. Ahora dime, ¿qué es lo que guardas en esa carpeta?, ¿es algo que yo debo de revisar?

            —Oh, sí, sí, señor. Es algo que debía de presentarle en cuanto estuviera en el radio telescopio —le iba a pasar la carpeta que sostenía en su mano, alzándola para que la recogiese Gilbert, pero él se negó con un gesto de cabeza—. Pero, señor, estas son señales que recibió un radiotelescopio en Francia hace una semana.

            —Me las has de mostrar en cuanto lleguemos al edificio. Ven, no estamos lejos.

            Tanto Isaías como Aleksander caminaron por unos veinte minutos. Charlaron e Isaías le preguntaba sobre algunas cosas del cosmos, así como Gilbert le respondía, sacándole de sus dudas. Las preguntas iban desde lo más básico sobre el funcionamiento del radiotelescopio, hasta otras mas profundas sobre porque la energía producida por un cuásar es capaz de llegar hasta la tierra y ser recibida como una señal. Claro, Aleksander sabia de estos temas tanto como sabia respirar; era algo innato para él. Empero, para Cooper, charlar estos temas con el doctor, y que él le respondiese, le hacia sentirse como un niño recorriendo la casa de su mejor amigo que nunca había visitado. El entusiasmo de su ser se marcaba con sus cejas y sonrisa, que denotaban a gritos su estado. Se arqueaban con cada respuesta para luego responderle al doctor con otra pregunta o una afirmación. En el momento en que llegaron a las puertas blancas del edificio, Cooper le preguntaría a su nuevo mentor unas cuantas cosas personales mientras subían unos cuantos escalones de mármol.

            —Disculpe, doctor, ¿me puedo referir a usted como Aleksander?

            Gilbert le sonrió, y le miro a los ojos tras ambos detenerse enfrente de la puerta. Ambos median casi lo mismo, pero el doctor era más alto.

            —¡Claro que sí! Yo no tengo problema en cómo te dirijas a mí. Excepto si me llamas vejestorio —respondió Aleksander con una pequeña risa al final.

           Gilbert rio un poco.

            —No sabe que tan contento estoy, al poder trabajar con alguien como usted, Aleksander.

            —Y tú no sabes como a mí me alegra tener un compañero de trabajo.

            Isaías le abrió la puerta, pasando Aleksander primero que él. En cuanto subían por otras escaleras mas angostas, y mas blancas, que las del exterior. Unos muros de un metro de alto se encontraban en los laterales del graderío, y en la parte superior de los muros concluían unos barandales de metal de unos cincuenta centímetros de altura. Eran tan relucientes como el brillo de un celular. Todo el cuarto era blanco como la nieve, con algunas baldosas del suelo con líneas ligeramente negras. Era muy grande la instalación, casi tanto como una cancha deportiva olímpica, pero casi todo el espacio era robado por la gran base del radiotelescopio que se situaba en el centro del cuarto. A varios lados de los sentimientos del dispositivo, se encontraban varios paneles y pantallas encerradas en cajas metálicas; eran ordenadores, que dentro de las cajas de metal, que eran tan grandes como una mesa, se hallaban todo el cableado y potencia de las monstruosas computadoras. En las paredes aledañas al gran dispositivo se encontraban otras tantas maquinas que funcionaban para recibir y procesar la información que fuese a captar la antena. Ambos siguieron su conversación.

            —Sabe, doctor, es increíble este lugar. Es realmente asombroso, tanto que pocas veces creo que el hombre haya realmente podido crear instalaciones como estas. Hace no mas de cincuenta años esto seria impensable, algo que nadie podría dilucidar en sus mentes. Pero ahora es una realidad tan… impactante, que es difícil creer que sea algo palpable.

            —Yo tampoco lo creía, pero llevo trabajando tanto en esto que es difícil recordar como fue mi primera impresión al trabajar en los primeros radiotelescopios. Eran armatostes mas brutos que estos, y mas deficientes. Pero cuando me transfirieron a esta instalación moderna, hace ya diez años, recuerdo bien como me sentía; igual que un niño por el parque —respondió Aleksander, mientras se dirigía hacia una silla enfrente de unos de los paneles que se situaban en los alrededores del radiotelescopio—. ¿Cuáles son los papeles que me debes de entregar, Isaías?

            —Oh, sí, debo de mostrárselos.

            Isaías puso en la mesa que había enfrente del doctor, que era realmente una computadora, la carpeta con toda la información referente a la captación de ondas dadas por una estrella situada a más de seis años luz de distancia de la tierra. Gilbert la abrió y examino con cuidado cada hoja, analizando lentamente su información. Pero mientras leía, Cooper lo interrumpió, preguntándole una cosa curiosa.

            —Sabe, es curioso su nombre. “Aleksander” no es un nombre nada común en Inglaterra; me suena más algo que escucharía de la Unión Soviética o por alguno de esos lados. ¿Por qué le pusieron ese nombre?

            —¿Quieres saber porque me pusieron mis padres ese nombre? —dijo mientras sonreía—. Bien, te lo diré. Mi padre nació durante la primera guerra mundial, ya hace muchas décadas. Y su padre, es decir, mi abuelo, se llamaba Owen, Owen Gilbert. Él participo en la primera guerra, y tuvo dos amigos, uno era Ambrose, un tío de mi padre, quien sobrevivió a la guerra, y él le conto a mi abuela y a mi papá sobre el abuelo y como murió. También les hablo mucho sobre uno de los amigos de mi abuelo; como lo puedes suponer, se llamaba Aleksander. Aleksander Pembroke. Un gran soldado según contaba el tío Ambrose. Y en honor a las grandes hazañas que le contaban sobre él, mi padre decidió ponerme ese nombre. Y ahora puedes ver a este viejo de ya casi setenta años trabajar como científico en un radiotelescopio.

            —Wow, supongo que Pembroke tuvo que ser muy importante en la vida de su abuelo. Mi historia es mas simple, me llamo Isaías porque así se llamaba mi padre, y a mis otros tres hermanos mayores ya les habían puesto el nombre de mis antepasados.

            —Isaías sigue siendo un lindo nombre, la verdad. Bíblico, siempre recordando al profeta.  

            —¿Usted creé, doctor?

            —¿Disculpa?

            —Digo, ¿Usted creé en Dios? —le preguntó Isaías mientras se quedaba pensativo mirando la carpeta.

            —Claro, soy católico. Mis padres me inculcaron la religión desde que era muy pequeño, pero ellos eran anglicanos. Al cabo de un tiempo dudé de la existencia de un Dios, pero cuando terminé de estudiar en esta carrera, en llegar al primer radiotelescopio y observar las estrellas, las dudas se fueron de mi mente. Y cuando conocí a un sacerdote, muy buena persona la verdad, fue como un mentor y padre para mí, me bauticé a la Iglesia.

            —Lo entiendo, yo también creó, pero cada día se ha vuelto más difícil. Especialmente cuando vi esas señales que captó otro radar en Francia.

            —Cierto, tengo que seguir leyendo esto ―contestó Gilbert, para luego seguir con su lectura, sujetando con ambas arrugadas manos los papeles, leyéndolos con cuidado.

            Al cabo de unos cinco minutos de lectura, Aleksander volvió en sí al terminar de leerlos.

            —¡Increíble! —dijo el doctor con voz elevada—. Esto es algo increíble, ¿sabes lo que significa esto? —decía el doctor con entusiasmo. Los archivos que le había compartido Isaías era información especial sobre ondas y códigos emanados por una estrella—. Puede ser prueba de que hay más seres vivos en otra parte de nuestra galaxia, ¡de nuestro vecindario!

            —Ya, pero doctor, volviendo a lo de creer. ¿No piensa que esto le hará cuestionarse la existencia de un Dios?

            —¿Por qué lo haría? El tema de religión se basa en Fe, no en ciencia. Si la biblia hubiera tenido el propósito de enseñar al mundo sobre todo el conocimiento universal, entonces nunca habría llegado a nuestros días. Nosotros somos científicos, no sacerdotes. Si existiera algún problema sobre esto —refiriéndose a la vida alienígena—, será algo que ellos se encarguen, no nosotros. Pero ahora debemos de centrarnos en este hallazgo. ¿Hace cuanto lo descubrieron?

            —Hace seis días, en Marsella, Francia. Ondas provenientes de una estrella no muy lejana, a solo seis años luz.

            —Hay que descubrir de donde salieron.

            —Tal vez sea solo el producto espacial de algún cuerpo celeste golpeando a otro —respondió el joven Isaías.

            —No, estas son diferentes. Dado lo que muestra el documento —levantando con su mano izquierda el documento—, estas señales son diferentes, como si estuvieran hechas por alguien.

            —¿Y eso como lo sabe usted?

            —Los patrones. Los cuerpos celestes, como los cuásar o los pulsar, expulsan una información larga, rápida, y resonante. Como un zumbido espacial. La energía producida por algún impacto entre asteroides, o planetas, o cualquier otra objeto semejante, produce el mismo tipo de onda: corta. Durando apenas fracciones de segundo, además de que su frecuencia es muy baja en lo que refiere a la cantidad de energía que ha sido expulsada. Pero, viendo esto —agarró una de las hojas que había en el escritorio; era un esquema que mostraba la alteración de ondas, que se repetían en un patrón—, se puede inferir que esto ha sido provocado por un ente inteligente. Nosotros lo hemos hecho, muchas veces. ¿Sabes lo que fue el Código Enigma?, ocurrió en la segunda guerra mundial; era un patrón enviado por el bando alemán que siempre iniciaba con la misma oración, y que, por medio de una traducción correcta, se podía concluir que se estaba queriendo decir en un mensaje tan simple como “hace buen día”.

            —Entiendo lo que quiere decir, pero…

            —¿No eras tú el que puso primero en la mesa la cuestión de ser vida alíen?, ¿ahora porque tan escéptico?  —interrumpió Aleksander levantando sus cejas a forma de represión.

            —Sí. Tiene razón. ¿Pero como vamos a saber que esto es un mensaje?

            —Debemos de estudiarlo. Para algo esta instalación tiene varias zonas de estudio diverso.

            Tanto Gilbert como Cooper se fueron hacia una de las paredes del gran cuarto, donde había varias mesas y otros computadores y maquinaria, donde ambos se dedicarían a estudiar e intentar descifrar la señal, ingresando los datos exactos que venían alojados en disquetes. Primero intentaron usando códigos humanos, pues Aleksander creía en la evolución convergente, e intentaba usar las mismas creaciones humanas para tratar de encontrar alguna similitud; pero fracasó. Luego intentaron con diversos métodos utilizados para encontrar un sonido fijo, algo que les diese una pista, pero los resultados eran los mismos: ruido estático. Pasaron los días, las semanas, y los meses; no había una respuesta, todo era simplemente un ruido sin el mínimo grado de sentido.

            Aleksander se desesperaba buscando alguna forma de encontrarle una razón al patrón, su sonido, a pesar de ser un agudo casi imperceptible para el oído humano, tenia algo que dejaba ver que era un código.  

            —Parece que el sonido no ha tenido el mínimo resultado, doctor. Con los miles de intentos que hemos hecho, probando diversos métodos y variantes —dijo Isaías. Era un lindo día por la mañana, y él había llegado al trabajo hace ya una hora; estaba en su mesa de laboratorio de siempre, con un café en su lado derecho y toda la información que trataba de convertir a un sonido legible por medio de máquinas.

            —No hay que desistir —respondió Gilbert—. Este puede ser el trabajo de nuestras vidas; lo más importante que hemos hecho jamás. Solo llevamos siete meses trabajando en esto, cuando hay equipos científicos de miles de personas que tardan lustros, o hasta décadas, en hallar resultados.

            —Pero, Aleksander, hemos probado con todo lo existente para descifrar esto, y no hemos encontrado absolutamente nada —contestó Cooper, quien se encontraba un poco agitado.

            —Y seguiremos probado. ¿No te he contado ya sobre el Código Enigma?

            —Si, ya me lo has dicho muchas veces.

            —En su tiempo era indescifrable, ningún método podía dar con el endemoniado código nazi; incluso tuvieron que fabricar una maquina tan grande como esta habitación para poder descifrarla en tiempo. ¿Sabes que fue aquella maravilla del mundo moderno?

            —La primera computadora del mundo, lo sé —dijo molesto Isaías.

            —Entonces solo es cuestión de tiempo hasta que le encontremos sentido a estas palabras.

            —Espere, ¿está asumiendo de que esto son palabras?, ¿un sonido del espacio como palabras?

            —Claro, lo creo de hecho. Ya estamos en el año 1998; todavía más cerca de tecnología que nos permita descifrar estas señales.

            —De acuerdo —expresó Cooper—. Si usted lo dice, doctor, deberé de creerle.

El resto del día estuvieron probando más métodos, o volviendo a unos anteriores, como la conversión de audios. Gilbert trató esto último, modificando el sonido agudo a uno mucho mas grave, y a su vez agrego un efecto ecualizador bajando lo más que podía los decibelios. Tenia unos cascos de supresión de sonido, y el volumen adecuado para escuchar con claridad lo que estudiaba; eran negros como el carbón y sus bocinas eran tan grandes como manos de basquetbolistas. Con delicadeza movía los parámetros del ecualizador, variando cada opción que tenía. Las horas pasaban como minutos. Estaba inmerso en su mundo. Nada ni nadie podría sacarlo de ese transe auditivo.

            Entonces, de un momento al otro, un sonido se escucho en las bocinas, un sonido reconocible para todos los humanos de la tierra: “Ahud”.

            —¡No puede ser! —gritó Aleksander sorprendido.

            —¿Qué?, ¿qué paso? —le preguntó Isaías, moviéndose velozmente de su asiento para dirigirse con su maestro.

            —¡He encontrado una pista!

            —¿¡Qué!? ¿Es en serio?

            —Demasiado en serio, muchacho. Ven, escucha esto. —Se quito los cascos y se los pasó a su compañero, quien se los puso con prisa y escucho aquel sonido.

            —No… ¡no puede ser!, al fin encontramos una pista. Tenía razón, doctor.

            —Debemos de informar esto, debemos de realizar un artículo, llevar esto a todos.  

            Isaías tomo un segundo de silencio, y vio seriamente a Gilbert.

            —Pero, señor, apenas es un sondo vago lo que escuchamos, ni siquiera sabemos que significa.

            —Tienes razón, pero esto es un logro sin precedentes. Además, si es distinguible para nuestros oídos, como una frase, entonces ya es signo de que esto es extraterrestre; de alguna forma de vida.

            —Sí, pero aun es temprano para hacer algún movimiento.

            —Todo en su tiempo, pero ahora es un buen tiempo…

Entonces, en ese mismo instante, algo interrumpió al doctor. Era el sonido de una alarma proveniente de una de las maquinarias que rodeaban la base del radiotelescopio. Los dos se encaminaron con prisa hasta las computadoras, y observaron uno de los paneles. ¡Era otra señal! Otro sonido proveniente del espacio.

            —No puede ser —dijo en voz baja Isaías.

La información que salía por el monitor era muy similar a la vista por el esquema de la otra instalación en Francia. Provenía de la misma estrella. Pasaron un par de minutos mientras todo aquel meollo se calmaba.

            —Viene de la misma estrella —declaró Gilbert—. Debemos de estudiar esto lo más rápido posible.

            —Espere, espere. Si la estrella esta situada a mas de seis años luz, ¿cómo es que llego tan rápido la señal entre fechas y fechas?, no han pasado ni un año desde la anterior.

            —Puede ser que fueran mandados los mensajes al mismo tiempo, pero por motivos diversos se hayan atrasado entre sí —contestó Aleksander, mientras observaba con detalle el monitor, y extraía en un disquete de dieciséis megabytes el sonido—; como un campo magnético que haya desviado la señal, o que propiamente no haya tenido la misma velocidad de transmisión. O incluso pudieron ser interceptados por otro cuerpo o satélite, y hasta ahora haya llegado a nosotros.

            —Puede ser, puede ser. Aunque es curioso.

            Los científicos se dirigieron de nuevo a su ya conocida sala de estudio, donde habían pasado los últimos meses sentados como si fuera su propia casa. Como el método que usó Aleksander dio resultados, lo volvieron a realizar de ese mismo modo. El sonido en un principio, tal cual como fue recibido, era ridículamente agudo, tanto que apenas podía ser distinguido por el oído humano, y carecía de estructura; pero en cuanto se le aplico el efecto ecualizador bajando los agudos, aumentando los graves, y reduciendo los decibelios, se dio con otro murmullo: otra voz. A diferencia del primero “Ahud”, este segundo era “ria”. Las caras de los científicos estallaban en sonrisas; la euforia que sentían era la misma que sintieron alguna vez el mismo equipo que llevo el hombre a la luna.

            —Ahora si debemos de publicar esto, ¡de llevarlo a la prensa! —dijo Isaías, exaltado de emoción.

            —Lo haremos lo mas pronto posible. Esto es un logro de proporciones épicas. ¿Sabes lo que esto puede significar para el mundo? ¡Vida alienígena totalmente real!

            —Y tenemos que tratar de traducir esas palabras. Que loco; pensar que estamos ante verdadera pruebas de vida extraterrestre. Uff, cuando el gobierno sepa de esto deberán de darnos un equipo de trabajo muy grande.

            —Sabes, muchacho, creo que será la primera vez en ya mas de veinte años de trabajo que iré a festejar a un bar. Yo invito.

            —Eres un genio, Alek.

            Los dos compañeros científicos, quienes se habían vuelto amigos tras los meses que llevaron compartiendo sudor y esfuerzo en un mismo trabajo, habían dado por solucionado un gran enigma del universo: la vida extraterrestre. Faltaba poco; saber como eran; qué significan sus palabras. Era, con facilidad, el mayor logro de la humanidad. Pero, las palabras de los alienígenas ocultaban un significado que no se iba a descubrir en décadas. Las dos palabras en realidad eran una sola, y lo que significaban era: Ayuda.

La Vendedora

Horacio se encontraba en el balcón de la casa de su amigo Alfredo. Solo llevaba puesto su ropa de playa y cháchalas con calcetines negros. Estaba tomando un sorbo de cerveza cuando llego su mejor amigo por la espalda.

            —¡Horacio! ―expresó con animó— te ves tan horrible como una avestruz desplumada procreando.

            —¡Alfredo, cara de pez! ―contestó. Sonrió de forma arqueada— ¿Pero tu que haces por aquí?

            ―Tal vez porque estoy en mi casa, pedazo de borracho mal nutrido.

            —Ah, cierto… ―murmuró con vergüenza.

            —Y, ¿Qué vas a hacer el día de hoy? ¿Ir a la playa a intentar conquistar algunas chicas para que te den una patada donde no se debe, o ir hasta las montañas y cantar con los osos?

            ―Posiblemente lea algún libro.

            Hubo una pausa entre ellos, se miraron por unos segundos y luego rieron a carcajadas.

            —¡¿Tu?! ¿Leyendo un libro? ―dijo burlonamente— Por favor, antes te veo entrar a un club de pelea que tocando la portada de un libro.

            Horacio reía tan fuerte que se puso rojo como un tomate.

            ―Tienes toda la maldita razón.

            Alfredo sonrió levemente y le dijo con un tono de desprecio.

            —Ya vete de mi casa.

            ―¿Qué? —dijo Horacio sorprendido.

            ―Lo que oíste. Ya vete de mi casa sucio borracho de pacotilla. Pronto llegaran mis padres y no quiero que un esquizofrénico que usa sandalias con calcetines este en la alcoba de mi casa tomando cerveza y cantando corridos tumbados.

            —Oh, entiendo. Entonces supongo que me iré ―contesto tristemente.

            Alfredo lo llevo hasta la puerta, y luego la azoto fuertemente en cuanto lo dejó afuera.

            —Supongo que debo de ir al bosque a cantar ―murmuró mientras sonreía para sí.

            Caminó en línea recta. Cruzó la calle donde transcurrían varios vehículos, los cuales se pararon en seco en cuanto vieron a Horacio atravesar la calle mientras hacia ademanes hacia el cielo como si estuviera en un concierto de rock. Llegó hasta una pequeña empinada que daba a un monte, el cual escalo sin mucha dificultad. Tocó unos cuantos árboles y les escupió a los que tocaba, para posteriormente gritarles:

            ―¡Hoy me levante re loco, hoy me levante re loco!

            Y golpeaba a los árboles.

            Caminó unos cuantos metros en línea recta, y vio a un grupo campista conformado por niños; algunos estaban intentado prender una fogata, otros estaban jugando dentro de las tiendas. Todos iban uniformados de verde, los niños con shorts que le llegaban hasta sus rodillas y unas camisetas algo ajustadas. Mientras que las niñas usaban la misma camiseta, y su falda les llegaba hasta un poco mas arriba de las rodillas. La edad de los pequeños oscilaba entre los siete a ocho años. Horacio se acercó con cautela hacia los niños, y cuando estuvo cerca de uno de ellos; quien estaba saltando sobre unas hojas secas de otoño. Fue y lo pateo en las piernas con tanta fuerza que provoco que el niño se dislocara ambas rodillas, y llorase tan fuerte que la maestra, quien supervisaba la excursión, corriera hasta donde él en unos pocos segundos.

            Pero Horacio se escapó, fue tan astuto que se escabullo entre los árboles después de dar la patada al niño.

            En cuanto se alejo a unos cuantos metros comenzó a hablarse a sí mismo:

            —Estuvo buena la patada —aclaro cínicamente.

            ―Seeee —se contesto él mismo.

            ―Seee.

            —Aunque no estuvo bien.

            ―¿Y a quien le importa? Son niños. Al fin y al cabo, si se mueren pueden hacer más.

            Terminó de hablarse, y tras caminar un par de kilómetros en línea recta, manchándose las piernas y sandalias de lodo, popó de ave y varias otras cosas horribles; llegó hasta su ‘destino’ ―bajo sus propias palabras—. Era un campo, una estepa, situada cerca de una granja, y que tenia un gran molino en la mitad del terreno. Se adentro al campo corriendo con entusiasmo y gritando a todo pulmón:

            ―¡Libre soy! ¡Libre soy! —Una y otra vez lo repetía. Lo gritó tantas veces que paro hasta que su voz ya no podía más.

            Se detuvo en seco, se agacho y puso sus manos en las rodillas, y respiro como si le estuviera dando un ataque respiratorio. Así estuvo durante unos treinta segundos, y cuando termino de administrarle suficiente oxigeno a su cerebro, miró a su izquierda y ahí la vio. Vio a una vaca sin cola vestida de uniforme. La vaca tenia el vestido de una colegiala promedio de Japón y tenía un moño rosa en una de sus orejas.

            ―¡No! —exclamó sorprendió― ¿Mariana de la Torre López Vargas? ¡No te veía desde la primaria!

            Horacio se acerco a la vaca, le dio un beso en los labios y la agarro del cuello. Se puso a bailar con ella durante mucho tiempo, hasta que se desmayó.

            Cuando se despertó se encontró a sí mismo dentro de una cámara de Gesell con las manos atadas a la espalda. El cuarto era gris, algo pequeño; solo había una mesa rectangular gris pequeña enfrente de él, y otra silla en el otro lado de la mesa, donde se encontraba un hombre vestido de traje negro con corbata roja; era calvo y sus ojos eran verdes. Y a su lado estaba un hombre de rostro joven, cabello disparejo, vestido con una camisa azul, un pantalón chino de color marrón y unas gafas.

            —¿Señor, ha recuperado la consciencia? ―pregunto el hombre vestido de traje.

            —¿Y ustedes quienes son? ¿Dónde estoy?

            ―Si, la recuperó —murmuró el chico joven.

            ―Señor, ¿sabia que estaba haciendo antes de desmayarse? —pregunto el hombre sentado en la silla, quien simplemente era apodado como D.

            ―¿Hacer que cosa? —preguntó alzando la voz— Yo no recuerdo nada de nada.

            ―¿Seguro que nada? ―le preguntó D. Le miraba fijamente a los ojos mientras tenia cerradas sus manos y apoyaba su mentón sobre ellas— ¿No se acordará de que estaba junto a una vaca bailando; o que pateo a un niño inocente y lo mando al hospital?

            ―Yo no pateo niños, ¡yo hago arte! —exclamo Horacio con furia― Y ustedes como sabrían que estaba bailando con una vaca, ¿eh? De hecho, ¿cómo lo saben?

            —Por favor, ¿no lo recuerda?

            ―Si hubiera bailado con una vaca, me hubiera acordado de que estaba bailando con tu madre, gafitas.

            El joven se enojo un poco, pero su compañero lo tranquilizo tocando su pecho y murmurándole algo al oído.

            —¿Qué? ¿No me van a contar de que hablan? ―les pregunto Horacio, molesto.

            Los hombres no le contestaron, solo le vieron fijamente.

            —¿Según ustedes, con que vaca estaba bailando? ¡Yo no bailo con ninguna vaca!

            ―Ay por favor, si estaba bailando con una vaca sin cola mientras gritaba a todo pulmón: “Tu no mete cabra sarabambiche” ¡y lo repitió una y otra y otra vez!

            —¡Tú eres un no mete cabra sarabambiche! ―gruño Horacio

            —Debemos de traer un psicólogo, D.

            ―¿Para qué? Si traemos un psicólogo, el psicólogo necesitara un psicólogo para sí.

            —¿Psicólogo? Por favor, yo les podría dar mejores clases de como robar un banco.

            ―Es evidente que el tipo esta muy mal de la cabeza. Pateo a un niño sin motivo alguno y luego se fue corriendo del lugar mientras gritaba “larga vida a América” y por otro lado no hay coherencia entre sus frases ni nada de lo que hace —murmuro al oído a su compañero.

            ―Lo sé, John, pero debemos de ser pacientes.

            —¿Qué? ¿Ahora es doctor? ―dijo burlonamente Horacio.

            —En serio que no puedo con este tipo.

            ―Para esto trabajamos. Aunque en mis casi treinta años de trabajo nunca me había topado con alguien que estuviera tan mal de la mente.

            —¿Yo? Mal de la mente ¿yo? ―preguntó en voz alta— Miren, dúo de ineptos conserjes de un supermercado; que alguien no sea como ustedes, o le guste maltratar gente por diversión ¡no lo hace malo!

            ―Oye —se dirigió hacia su compañero de la silla―, ¿y si lo matamos?

            —¿Qué? ¡No!, no podemos hacer eso.

            ―Bueno, yo solo proponía la idea. ¿Y, que vamos a hacer con él?

            Horacio se puso a tararear una canción extraña, o algo parecido a esta. El sonido parecía constante, elevaba cada cierto tiempo y era consistente, pero a la vez era caótico y carecía de total sentido la forma en la que lo tarareaba.

            ―Meterlo al hospital mental mas seguro y especializado de nuestro país, desde luego. —contestó D.

            Horacio de la nada comenzó a rascarse la nariz usando su lengua, la cual era bastante larga y flexible.

            ―No soporto más, me voy —dijo John.

            ―Te acompaño. No soporto ver esto.

Horacio y Horacio

Horacio se encontraba en el balcón de la casa de su amigo Alfredo. Solo llevaba puesto su ropa de playa y cháchalas con calcetines negros. Estaba tomando un sorbo de cerveza cuando llego su mejor amigo por la espalda.

            —¡Horacio! ―expresó con animó— te ves tan horrible como una avestruz desplumada procreando.

            —¡Alfredo, cara de pez! ―contestó. Sonrió de forma arqueada— ¿Pero tu que haces por aquí?

            ―Tal vez porque estoy en mi casa, pedazo de borracho mal nutrido.

            —Ah, cierto… ―murmuró con vergüenza.

            —Y, ¿Qué vas a hacer el día de hoy? ¿Ir a la playa a intentar conquistar algunas chicas para que te den una patada donde no se debe, o ir hasta las montañas y cantar con los osos?

            ―Posiblemente lea algún libro.

            Hubo una pausa entre ellos, se miraron por unos segundos y luego rieron a carcajadas.

            —¡¿Tu?! ¿Leyendo un libro? ―dijo burlonamente— Por favor, antes te veo entrar a un club de pelea que tocando la portada de un libro.

            Horacio reía tan fuerte que se puso rojo como un tomate.

            ―Tienes toda la maldita razón.

            Alfredo sonrió levemente y le dijo con un tono de desprecio.

            —Ya vete de mi casa.

            ―¿Qué? —dijo Horacio sorprendido.

            ―Lo que oíste. Ya vete de mi casa sucio borracho de pacotilla. Pronto llegaran mis padres y no quiero que un esquizofrénico que usa sandalias con calcetines este en la alcoba de mi casa tomando cerveza y cantando corridos tumbados.

            —Oh, entiendo. Entonces supongo que me iré ―contesto tristemente.

            Alfredo lo llevo hasta la puerta, y luego la azoto fuertemente en cuanto lo dejó afuera.

            —Supongo que debo de ir al bosque a cantar ―murmuró mientras sonreía para sí.

            Caminó en línea recta. Cruzó la calle donde transcurrían varios vehículos, los cuales se pararon en seco en cuanto vieron a Horacio atravesar la calle mientras hacia ademanes hacia el cielo como si estuviera en un concierto de rock. Llegó hasta una pequeña empinada que daba a un monte, el cual escalo sin mucha dificultad. Tocó unos cuantos árboles y les escupió a los que tocaba, para posteriormente gritarles:

            ―¡Hoy me levante re loco, hoy me levante re loco!

            Y golpeaba a los árboles.

            Caminó unos cuantos metros en línea recta, y vio a un grupo campista conformado por niños; algunos estaban intentado prender una fogata, otros estaban jugando dentro de las tiendas. Todos iban uniformados de verde, los niños con shorts que le llegaban hasta sus rodillas y unas camisetas algo ajustadas. Mientras que las niñas usaban la misma camiseta, y su falda les llegaba hasta un poco mas arriba de las rodillas. La edad de los pequeños oscilaba entre los siete a ocho años. Horacio se acercó con cautela hacia los niños, y cuando estuvo cerca de uno de ellos; quien estaba saltando sobre unas hojas secas de otoño. Fue y lo pateo en las piernas con tanta fuerza que provoco que el niño se dislocara ambas rodillas, y llorase tan fuerte que la maestra, quien supervisaba la excursión, corriera hasta donde él en unos pocos segundos.

            Pero Horacio se escapó, fue tan astuto que se escabullo entre los árboles después de dar la patada al niño.

            En cuanto se alejo a unos cuantos metros comenzó a hablarse a sí mismo:

            —Estuvo buena la patada —aclaro cínicamente.

            ―Seeee —se contesto él mismo.

            ―Seee.

            —Aunque no estuvo bien.

            ―¿Y a quien le importa? Son niños. Al fin y al cabo, si se mueren pueden hacer más.

            Terminó de hablarse, y tras caminar un par de kilómetros en línea recta, manchándose las piernas y sandalias de lodo, popó de ave y varias otras cosas horribles; llegó hasta su ‘destino’ ―bajo sus propias palabras—. Era un campo, una estepa, situada cerca de una granja, y que tenia un gran molino en la mitad del terreno. Se adentro al campo corriendo con entusiasmo y gritando a todo pulmón:

            ―¡Libre soy! ¡Libre soy! —Una y otra vez lo repetía. Lo gritó tantas veces que paro hasta que su voz ya no podía más.

            Se detuvo en seco, se agacho y puso sus manos en las rodillas, y respiro como si le estuviera dando un ataque respiratorio. Así estuvo durante unos treinta segundos, y cuando termino de administrarle suficiente oxigeno a su cerebro, miró a su izquierda y ahí la vio. Vio a una vaca sin cola vestida de uniforme. La vaca tenia el vestido de una colegiala promedio de Japón y tenía un moño rosa en una de sus orejas.

            ―¡No! —exclamó sorprendió― ¿Mariana de la Torre López Vargas? ¡No te veía desde la primaria!

            Horacio se acerco a la vaca, le dio un beso en los labios y la agarro del cuello. Se puso a bailar con ella durante mucho tiempo, hasta que se desmayó.

            Cuando se despertó se encontró a sí mismo dentro de una cámara de Gesell con las manos atadas a la espalda. El cuarto era gris, algo pequeño; solo había una mesa rectangular gris pequeña enfrente de él, y otra silla en el otro lado de la mesa, donde se encontraba un hombre vestido de traje negro con corbata roja; era calvo y sus ojos eran verdes. Y a su lado estaba un hombre de rostro joven, cabello disparejo, vestido con una camisa azul, un pantalón chino de color marrón y unas gafas.

            —¿Señor, ha recuperado la consciencia? ―pregunto el hombre vestido de traje.

            —¿Y ustedes quienes son? ¿Dónde estoy?

            ―Si, la recuperó —murmuró el chico joven.

            ―Señor, ¿sabia que estaba haciendo antes de desmayarse? —pregunto el hombre sentado en la silla, quien simplemente era apodado como D.

            ―¿Hacer que cosa? —preguntó alzando la voz— Yo no recuerdo nada de nada.

            ―¿Seguro que nada? ―le preguntó D. Le miraba fijamente a los ojos mientras tenia cerradas sus manos y apoyaba su mentón sobre ellas— ¿No se acordará de que estaba junto a una vaca bailando; o que pateo a un niño inocente y lo mando al hospital?

            ―Yo no pateo niños, ¡yo hago arte! —exclamo Horacio con furia― Y ustedes como sabrían que estaba bailando con una vaca, ¿eh? De hecho, ¿cómo lo saben?

            —Por favor, ¿no lo recuerda?

            ―Si hubiera bailado con una vaca, me hubiera acordado de que estaba bailando con tu madre, gafitas.

            El joven se enojo un poco, pero su compañero lo tranquilizo tocando su pecho y murmurándole algo al oído.

            —¿Qué? ¿No me van a contar de que hablan? ―les pregunto Horacio, molesto.

            Los hombres no le contestaron, solo le vieron fijamente.

            —¿Según ustedes, con que vaca estaba bailando? ¡Yo no bailo con ninguna vaca!

            ―Ay por favor, si estaba bailando con una vaca sin cola mientras gritaba a todo pulmón: “Tu no mete cabra sarabambiche” ¡y lo repitió una y otra y otra vez!

            —¡Tú eres un no mete cabra sarabambiche! ―gruño Horacio

            —Debemos de traer un psicólogo, D.

            ―¿Para qué? Si traemos un psicólogo, el psicólogo necesitara un psicólogo para sí.

            —¿Psicólogo? Por favor, yo les podría dar mejores clases de como robar un banco.

            ―Es evidente que el tipo esta muy mal de la cabeza. Pateo a un niño sin motivo alguno y luego se fue corriendo del lugar mientras gritaba “larga vida a América” y por otro lado no hay coherencia entre sus frases ni nada de lo que hace —murmuro al oído a su compañero.

            ―Lo sé, John, pero debemos de ser pacientes.

            —¿Qué? ¿Ahora es doctor? ―dijo burlonamente Horacio.

            —En serio que no puedo con este tipo.

            ―Para esto trabajamos. Aunque en mis casi treinta años de trabajo nunca me había topado con alguien que estuviera tan mal de la mente.

            —¿Yo? Mal de la mente ¿yo? ―preguntó en voz alta— Miren, dúo de ineptos conserjes de un supermercado; que alguien no sea como ustedes, o le guste maltratar gente por diversión ¡no lo hace malo!

            ―Oye —se dirigió hacia su compañero de la silla―, ¿y si lo matamos?

            —¿Qué? ¡No!, no podemos hacer eso.

            ―Bueno, yo solo proponía la idea. ¿Y, que vamos a hacer con él?

            Horacio se puso a tararear una canción extraña, o algo parecido a esta. El sonido parecía constante, elevaba cada cierto tiempo y era consistente, pero a la vez era caótico y carecía de total sentido la forma en la que lo tarareaba.

            ―Meterlo al hospital mental mas seguro y especializado de nuestro país, desde luego. —contestó D.

            Horacio de la nada comenzó a rascarse la nariz usando su lengua, la cual era bastante larga y flexible.

            ―No soporto más, me voy —dijo John.

            ―Te acompaño. No soporto ver esto.

El Mensaje del Vacío

Jinj’hak, científico y astrobiologo militar del Arza’Damnius, se encontraba caminando por un largo pasillo de metal, de cinco metros de ancho y cuatro de alto. Las paredes eran iluminadas por focos azules con blanco cubiertas en rejillas de metal pegadas a los muros. El piso era blanco con gris, casi inmaculado. El pasillo se extendía por casi medio kilómetro, hacia una instalación ultra secreta del Arza’Damnius, donde esperaban más científicos.

Jinj’hak caminaba sin descanso. Esto era muy importante, era tal vez la cosa más importante de toda su vida, de su existencia, de su ser. Sus manos le temblaban ligeramente, sentía un escándalo recorrer toda su espalda hasta llegar a la parte más baja de su cintura, y hacerle querer huir, o al menos no querer llevar a cabo su objetivo. Pero no, debía de hacerlo, esto era lo más importante de todo. Si las palabras del Jas’Harak’Naradas eran ciertas, esto suponía el mayor hallazgo hasta la fecha, o el peor de los miedos jamás soñados en la historia del universo.

Su mente se turbaba, e imaginaba mil y un cosas que podían ocurrir. ¿Era acaso lo que imaginaba lo que les esperaba? No, era ridículo, toda la ciencia y conocimiento indicaba que no se podía lograr. Ni siquiera la tecnología del propio imperio podría realizar algo de esa escala ni de aquí a cien mil años. Solo era una exageración, una señal falsa, una broma de algún cuásar que se encontrase a millones de años luz, ¿verdad?

Abrió las dos puertas que separaban el pasillo de la sala. Dos bellas puertas tan gruesas como árboles, de un material refinado y hecho para resistir lo imposible. Las dos puertas que separaban al universo de la otra realidad científica, donde todos los miedos, incertidumbres, y misterios se volvían realidad. Entró a la sala, donde una treintena de compañeros y arzianos como él, de alta categoría y del mayor prestigio del imperio, le esperaban. Cada uno era distinto a su manera, pero todos compartían algo en común: era lo mejor de lo mejor, y eran necesarios aquí, y ahora.

La sala era espaciosa, de unos cincuenta metros de diámetro, con una decena de filas de computadores distribuidas por todos los lados, cada uno de ellos separados del otro por unos tres metros. Cada computador poseía una pantalla de color violeta oscuro, y con un holograma del mismo color para simular un teclado. El piso era gris, un gris deprimente y abrumador. Las paredes eran grises con tonos blancos, y en ellas no había nada más que una gruesa capa de metal de ochenta metros. Era la sala más segura del Arza’Damnius. En el centro de la sala se situaba una instalación cuadrada de diez metros de lado por lado. Las esquinas eran hechas de metal, mientras que las paredes de la instalación eran transparentes, semejante a un cristal y, un poco por debajo de la propia pared, a un metro de altura del suelo, se encontraba otra pared hecha de metal oscuro con una gran cantidad de componentes y dispositivos electrónicos. Esa instalación tan extraña no era nada más ni nada menos que la computadora más poderosa de la galaxia. Millones de zettabytes de información almacenados en esa unidad. La máquina más inteligente de todas. Y que ahora había recibido una señal, una señal que no era de la galaxia.

— Jinj’hak —anunció Qaradu’xas, el presunto arziano más inteligente de la galaxia. El varón que resolvió toda la ecuación de Xixajar, y que resolvió el problema de los agujeros de gusano. La mente maestra detrás de muchas obras tecnológicas del Arza’Damnius. El único ser capaz de ganarle a una maquina en operaciones matemáticas en cuestión de solo pocos microsegundos. El ser más inteligente vivo—. Te esperábamos.

—Qarudu’xas, ¿es cierto? —preguntó con miedo Jinj’hak.

—Me temo que es tan cierto como la realidad, viejo amigo. Aún no hemos podido descifrar el mensaje, pero…

—¿Mensaje? —preguntó lentamente— ¿Estas insinuando de que la señal es un mensaje?

Qarudu’xas asintió.

—La Megaradius —la computadora que tenía a su espaldas, la gigante instalación cubica— está intentando descifrarlo. Lleva ya una semana procesándola…, temo lo peor, amigo mío.

—¿Una semana?, ¿qué puede ser tan complejo para que la Megaradius este tardando tanto tiempo?

—Es lo mismo que nos preguntamos. Pero he hecho los cálculos. Hoy, en solo unos pocos minutos, se culminará la desencriptación. Por eso es tan urgente que estuvieras aquí, ahora.

—Entiendo, ¿pero es lo que habíamos temido, lo que está descifrando la Megaradius?

—Aún no lo sabemos, pero, si todo lo que he deducido hasta ahora es cierto, será entonces un sí.

—Todo indica a ello —añadió Qaradiz’Zun, otro de los científicos ahí presentes. El mismo varón que desarrolló la teoría de multi-cuerdas subantroficas.

—Oh por…, entonces ¿qué haremos?

—Aún no hay que temer, viejo amigo —dijo Qarudu’xas—. Somos las mentes más brillantes de toda la galaxia, no hay razón para temer lo que venga del mismo vacío. Somos imparables, somos el Arza’Damnius. Hemos venido aquí para detener a lo que sea que acecha en las tinieblas.

Los demás científicos asintieron, confiados de sí mismos. Era cierto: eran les mejores mentes de toda la galaxia, eran brillantes seres que no se dejaban intimidar por nada, ni siquiera por el vacío inacabable de la galaxia que abrumaba todo el universo y engullía a las estrellas. Nada ni nadie les haría temblar. Eran los seres más inteligentes que hayan pisado jamás algún planeta. Su sola presencia era sinónimo de fuerza e intelecto. Eran un bastión de la razón y una fortaleza de la inteligencia y de la estrategia. Muchos ahí presentes habían liderado las mismas batallas contra las peores contiendas contra la Alianza Humana, y salieron victoriosos sin bajas. Eran sencillamente los más temibles. Aquellos a quienes se les consideraba dioses entre ignorantes. Los auténticos reyes de la ciencia y la razón.

—Tienes razón. Pero aun así, ¿qué se esconde en todo esto?

—Sea lo que sea que se esconda, no podrá hacer nada contra nuestro imperio, contra nuestro poder, contra nosotros.

Entonces, un sonido semejante a un clic agudo sonó en la sala. Helo la sangre de Jinj’hak, pues era un sonido que pocas veces escuchaba, y la situación le ponía el triple de tenso.

Era la computadora lo que sonó. El Megaradius terminó de desencriptar. Los científicos se quedaron quietos. Se aproximaba la mayor hazaña jamás vista o pensada. Era algo irrepetible. Algo que solo ellos conocerían. Qarudu’xas se volvió y se acercó lentamente a la computadora. Incluso él temblaba. Por más fortaleza que encontrara en sus palabras, era cierto que había algo misterioso y terrible que se ocultaba detrás de todo esto. Incluso algunos dudaban de si abrir el mensaje.

Acercó sus meticulosas e infinitas manos a los comandos y paneles de la computadora. Parecía una cámara que podías ver y a la vez no, lo que había dentro. Esa computadora poseía en su interior el conocimiento de toda la galaxia, de todas las eras, de todo el universo observable. Y ahora, ante ella, se plantaba lo inenarrable, lo menos imaginado por cualquier mente existente, lo más oscuro y terrorífico del cosmos: un mensaje proveniente del mismo vacío que separa a las galaxias. Un mar oscuro tan grande como el infinito y que era habitado por la misma hermana de la nada.

La máquina entonces emitió sonidos espeluznantes que hicieron que todos ahí presentes se sobresaltaran y se miraran uno al otro. La computadora hizo el mismo y particular ruido de un mensaje. De aquel simple y llano chillido que se provocaba cuando algún mensaje de otro planeta, de algún comerciante, de una comunicación de suma importancia entre los altos políticos del imperio se mandaban, se hacía presentes ahora. ¿La máquina había entendido lo que recibió como un mensaje? ¿Enviado por quién? Era de la nada, del vacío inconmensurable, de la misma imposibilidad.

—Qaru… Qa —tartamudeo Jinj’hak.

Qarudu’xas se volvió para verlo. Tenía los ojos igual de helados que él.

—Todo estará bien. Somos el Arza’Damnius.

—Somos el Arza’Damnius.

—Somos el Arza’Damnius.

—Somos el Arza’Damnius. —repitieron otros científicos, intentando darse confianza uno al otro.

Los tentáculos de Qarudu’xas se deslizaron con cuidado por los hologramas proyectados de la computadora. El espejo frontal, aquella pared transparente que dejaba ver la nada y el todo al mismo tiempo, reflejó algo. No se veía que era, pero era al parecer el intento de la maquina por descifrar la comunicación en su totalidad… De reproducir una imagen.

—Somos el Arza’Damnius —murmuró Qarudu’xas antes de apretar la instrucción de mostrar el mensaje.

Apretó la imagen holográfica, y entonces… la cara de todos los presentes se volvió oscura. Sonreían de la forma más macabra jamás imaginada. Sus ojos se volvieron oscuros, perdieron todo el brillo que portaron toda su vida. Sus cuerpos se detuvieron, su respiración se apagó. Estaban estáticos, con la expresión de una sonrisa que lloraba sangre. La expresión de terror más puro que jamás han podido desarrollar nadie nunca. Era la sonrisa de haber visto a la muerte… No, vieron algo que había hecho aterrar a la misma muerte. La computadora no reflejaba imagen alguna…, solo estática. No había mensaje, no había nada. Solo era aquel vació que llegó a ella misma. Pero no era el vació lo que vieron ellos. Era lo que habitaba en él.