Horacio y Horacio

Horacio se encontraba en el balcón de la casa de su amigo Alfredo. Solo llevaba puesto su ropa de playa y cháchalas con calcetines negros. Estaba tomando un sorbo de cerveza cuando llego su mejor amigo por la espalda.

            —¡Horacio! ―expresó con animó— te ves tan horrible como una avestruz desplumada procreando.

            —¡Alfredo, cara de pez! ―contestó. Sonrió de forma arqueada— ¿Pero tu que haces por aquí?

            ―Tal vez porque estoy en mi casa, pedazo de borracho mal nutrido.

            —Ah, cierto… ―murmuró con vergüenza.

            —Y, ¿Qué vas a hacer el día de hoy? ¿Ir a la playa a intentar conquistar algunas chicas para que te den una patada donde no se debe, o ir hasta las montañas y cantar con los osos?

            ―Posiblemente lea algún libro.

            Hubo una pausa entre ellos, se miraron por unos segundos y luego rieron a carcajadas.

            —¡¿Tu?! ¿Leyendo un libro? ―dijo burlonamente— Por favor, antes te veo entrar a un club de pelea que tocando la portada de un libro.

            Horacio reía tan fuerte que se puso rojo como un tomate.

            ―Tienes toda la maldita razón.

            Alfredo sonrió levemente y le dijo con un tono de desprecio.

            —Ya vete de mi casa.

            ―¿Qué? —dijo Horacio sorprendido.

            ―Lo que oíste. Ya vete de mi casa sucio borracho de pacotilla. Pronto llegaran mis padres y no quiero que un esquizofrénico que usa sandalias con calcetines este en la alcoba de mi casa tomando cerveza y cantando corridos tumbados.

            —Oh, entiendo. Entonces supongo que me iré ―contesto tristemente.

            Alfredo lo llevo hasta la puerta, y luego la azoto fuertemente en cuanto lo dejó afuera.

            —Supongo que debo de ir al bosque a cantar ―murmuró mientras sonreía para sí.

            Caminó en línea recta. Cruzó la calle donde transcurrían varios vehículos, los cuales se pararon en seco en cuanto vieron a Horacio atravesar la calle mientras hacia ademanes hacia el cielo como si estuviera en un concierto de rock. Llegó hasta una pequeña empinada que daba a un monte, el cual escalo sin mucha dificultad. Tocó unos cuantos árboles y les escupió a los que tocaba, para posteriormente gritarles:

            ―¡Hoy me levante re loco, hoy me levante re loco!

            Y golpeaba a los árboles.

            Caminó unos cuantos metros en línea recta, y vio a un grupo campista conformado por niños; algunos estaban intentado prender una fogata, otros estaban jugando dentro de las tiendas. Todos iban uniformados de verde, los niños con shorts que le llegaban hasta sus rodillas y unas camisetas algo ajustadas. Mientras que las niñas usaban la misma camiseta, y su falda les llegaba hasta un poco mas arriba de las rodillas. La edad de los pequeños oscilaba entre los siete a ocho años. Horacio se acercó con cautela hacia los niños, y cuando estuvo cerca de uno de ellos; quien estaba saltando sobre unas hojas secas de otoño. Fue y lo pateo en las piernas con tanta fuerza que provoco que el niño se dislocara ambas rodillas, y llorase tan fuerte que la maestra, quien supervisaba la excursión, corriera hasta donde él en unos pocos segundos.

            Pero Horacio se escapó, fue tan astuto que se escabullo entre los árboles después de dar la patada al niño.

            En cuanto se alejo a unos cuantos metros comenzó a hablarse a sí mismo:

            —Estuvo buena la patada —aclaro cínicamente.

            ―Seeee —se contesto él mismo.

            ―Seee.

            —Aunque no estuvo bien.

            ―¿Y a quien le importa? Son niños. Al fin y al cabo, si se mueren pueden hacer más.

            Terminó de hablarse, y tras caminar un par de kilómetros en línea recta, manchándose las piernas y sandalias de lodo, popó de ave y varias otras cosas horribles; llegó hasta su ‘destino’ ―bajo sus propias palabras—. Era un campo, una estepa, situada cerca de una granja, y que tenia un gran molino en la mitad del terreno. Se adentro al campo corriendo con entusiasmo y gritando a todo pulmón:

            ―¡Libre soy! ¡Libre soy! —Una y otra vez lo repetía. Lo gritó tantas veces que paro hasta que su voz ya no podía más.

            Se detuvo en seco, se agacho y puso sus manos en las rodillas, y respiro como si le estuviera dando un ataque respiratorio. Así estuvo durante unos treinta segundos, y cuando termino de administrarle suficiente oxigeno a su cerebro, miró a su izquierda y ahí la vio. Vio a una vaca sin cola vestida de uniforme. La vaca tenia el vestido de una colegiala promedio de Japón y tenía un moño rosa en una de sus orejas.

            ―¡No! —exclamó sorprendió― ¿Mariana de la Torre López Vargas? ¡No te veía desde la primaria!

            Horacio se acerco a la vaca, le dio un beso en los labios y la agarro del cuello. Se puso a bailar con ella durante mucho tiempo, hasta que se desmayó.

            Cuando se despertó se encontró a sí mismo dentro de una cámara de Gesell con las manos atadas a la espalda. El cuarto era gris, algo pequeño; solo había una mesa rectangular gris pequeña enfrente de él, y otra silla en el otro lado de la mesa, donde se encontraba un hombre vestido de traje negro con corbata roja; era calvo y sus ojos eran verdes. Y a su lado estaba un hombre de rostro joven, cabello disparejo, vestido con una camisa azul, un pantalón chino de color marrón y unas gafas.

            —¿Señor, ha recuperado la consciencia? ―pregunto el hombre vestido de traje.

            —¿Y ustedes quienes son? ¿Dónde estoy?

            ―Si, la recuperó —murmuró el chico joven.

            ―Señor, ¿sabia que estaba haciendo antes de desmayarse? —pregunto el hombre sentado en la silla, quien simplemente era apodado como D.

            ―¿Hacer que cosa? —preguntó alzando la voz— Yo no recuerdo nada de nada.

            ―¿Seguro que nada? ―le preguntó D. Le miraba fijamente a los ojos mientras tenia cerradas sus manos y apoyaba su mentón sobre ellas— ¿No se acordará de que estaba junto a una vaca bailando; o que pateo a un niño inocente y lo mando al hospital?

            ―Yo no pateo niños, ¡yo hago arte! —exclamo Horacio con furia― Y ustedes como sabrían que estaba bailando con una vaca, ¿eh? De hecho, ¿cómo lo saben?

            —Por favor, ¿no lo recuerda?

            ―Si hubiera bailado con una vaca, me hubiera acordado de que estaba bailando con tu madre, gafitas.

            El joven se enojo un poco, pero su compañero lo tranquilizo tocando su pecho y murmurándole algo al oído.

            —¿Qué? ¿No me van a contar de que hablan? ―les pregunto Horacio, molesto.

            Los hombres no le contestaron, solo le vieron fijamente.

            —¿Según ustedes, con que vaca estaba bailando? ¡Yo no bailo con ninguna vaca!

            ―Ay por favor, si estaba bailando con una vaca sin cola mientras gritaba a todo pulmón: “Tu no mete cabra sarabambiche” ¡y lo repitió una y otra y otra vez!

            —¡Tú eres un no mete cabra sarabambiche! ―gruño Horacio

            —Debemos de traer un psicólogo, D.

            ―¿Para qué? Si traemos un psicólogo, el psicólogo necesitara un psicólogo para sí.

            —¿Psicólogo? Por favor, yo les podría dar mejores clases de como robar un banco.

            ―Es evidente que el tipo esta muy mal de la cabeza. Pateo a un niño sin motivo alguno y luego se fue corriendo del lugar mientras gritaba “larga vida a América” y por otro lado no hay coherencia entre sus frases ni nada de lo que hace —murmuro al oído a su compañero.

            ―Lo sé, John, pero debemos de ser pacientes.

            —¿Qué? ¿Ahora es doctor? ―dijo burlonamente Horacio.

            —En serio que no puedo con este tipo.

            ―Para esto trabajamos. Aunque en mis casi treinta años de trabajo nunca me había topado con alguien que estuviera tan mal de la mente.

            —¿Yo? Mal de la mente ¿yo? ―preguntó en voz alta— Miren, dúo de ineptos conserjes de un supermercado; que alguien no sea como ustedes, o le guste maltratar gente por diversión ¡no lo hace malo!

            ―Oye —se dirigió hacia su compañero de la silla―, ¿y si lo matamos?

            —¿Qué? ¡No!, no podemos hacer eso.

            ―Bueno, yo solo proponía la idea. ¿Y, que vamos a hacer con él?

            Horacio se puso a tararear una canción extraña, o algo parecido a esta. El sonido parecía constante, elevaba cada cierto tiempo y era consistente, pero a la vez era caótico y carecía de total sentido la forma en la que lo tarareaba.

            ―Meterlo al hospital mental mas seguro y especializado de nuestro país, desde luego. —contestó D.

            Horacio de la nada comenzó a rascarse la nariz usando su lengua, la cual era bastante larga y flexible.

            ―No soporto más, me voy —dijo John.

            ―Te acompaño. No soporto ver esto.